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opinión

El negre

28/02/2019 - 

VALÈNCIA. Cuentan que, cuando Vicente Engonga llegó al vestuario del Valencia, en el verano de 1994, sus compañeros le preguntaron cómo le gustaría que le llamaran, bien Vicente, bien Engonga, bien un mote que arrastrara de sus etapas en el Valladolid y el Celta. El mediocampista catalán de origen guineano respondió: “Llamadme El Negro”. Voluntaria o involuntariamente, Engonga homenajeaba así a uno de los grandes mitos del valencianismo, Waldo Machado, el primer futbolista al que la afición apodó como “El Negre”. 

Waldo no fue el primer futbolista de color que militó en el Valencia. Mestalla ya había visto antes a Chicao o Walter, brasileños de piel oscura (los que siempre han dado más rendimiento en el club) como él, pero sí el primero que mereció ese calificativo de la grada que, en los años 60, tenía muy poco de racista, más bien era un reconocimiento a la diferencia. Otro color de piel, otra calidad a la hora de definir ante la portería contraria. Una diferencia cromática, acentuada por el blanco impoluto del uniforme del Valencia en aquellos años, al que solo unos pocos tenían derecho. No cualquier futbolista de color lo merecería (Romário, por ejemplo, nunca mereció tal honor) y “El Negre” se convirtió en un símbolo que solo portarían, como signo de distinción, jugadores muy queridos por la grada, caso de Salif Keita, aquella gacela maliense que combinó tardes de gloria con otras de desidia en el coliseo valencianista, en los estertores del franquismo, Mazinho, el propio Engonga o Geoffrey Kondogbia, a quien, no en vano, sus compañeros llaman “Negro”.

El iniciador de esa saga de figuras oscuras nos ha dejado esta semana, a pocos días de que el club llegue a los 100 años de edad. Yo vi jugar a Waldo cuando ya no era el delantero potente que, con su físico privilegiado, derribaba al defensa más fornido, cuando sus disparos a puerta ya no eran esos cañonazos que vemos en los resúmenes en blanco y negro rebuscados en Youtube, cuando ya tenía 35 años y lsus movimientos eran más pesados, cuando el tándem que formaba con Vicente Guillot (uno, negro como un tizón; el otro, rubio, blanquito y alopécico) ya no estaba de moda y el término “blanc-i-negre” para definir la delantera valencianista había sido desbancando semánticamente en el imaginario popular por el clásico esmorzaret de longaniza y morcilla. Pero, desde los ojos del niño que fui durante los últimos años de Waldo en el Valencia, las hazañas de aquel brasileño invencible y rocoso me parecían las propias de un superhéroe, un titán que, cuenta la leyenda, era capaz de derribar a cualquier futbolista de la barrera en un golpe franco con su enorme potencia de disparo. Bueno, a todos no. Mi padre contaba que, en un Valencia-Levante del año 63 en Mestalla, Waldo lanzó uno de sus obuses a balón parado contra la barrera levantinista, pero en esa ocasión el damnificado por el pelotazo del delantero brasileño no solo no cayó al suelo fulminado, sino que rechazó el balón con la cabeza y siguió jugando como si en vez de recibir un impacto más duro que un puñetazo de Muhammad Alí le hubiera picado un mosquito. Aquel Robocop que repelió el mortífero golpe de Waldo era su hermano, Wanderlei. 

Waldo jugó nueve temporadas en el Valencia y vivió, como tantas otras leyendas del valencianismo, una travesía en el desierto con sed de títulos y gloria. Sus 160 goles ayudaron a ganar dos copas de Ferias (para los más jóvenes, un torneo con nombre de fiesta popular que en realidad era el equivalente de la época a la actual Europa League), en los comienzos de su etapa como valencianista, y una Copa del Generalísimo, poco antes de que dejara el club. Entre medias de estos triunfos, el equipo se acostumbró a transitar por mitad de la tabla, a ser “ni chicha ni limonà”, a pasar desapercibido en el fútbol nacional más allá de las gestas de sus delanteros y de la irrupción de promesas de futuro como Sol o Claramunt. Incluso en una de esas temporadas, la 63-64, el Valencia consiguió el insólito récord de acabar el campeonato sin sumar ningún empate. El ying y el yang, el blanco y el negro, de lo que estamos viviendo esta campaña. 

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