VALÈNCIA. Hay pocas interpretaciones deportivas sobre el domingo en Elche y muchas sobre la sociedad que fue a Elche. Un síntoma.
Jugaba un equipo sin margen frente a un equipo desahuciado. El equipo sin margen se blinda para no correr riesgos y acaba ganando por inercia. Una bola de partido salvada. La constatación de que el grupo de Baraja está repleto de problemas y fisuras, pero no se le percibe el rigor mortis. La escenificación de lo que sucedió alrededor de Elche sí tiene connotaciones más poderosas. El valencianismo decidió que, a falta de finales, simbolizaría la suya misma. Solo faltó una fanzone y algún speaker pasado de rosca.
Se hicieron notar algunos comentarios anonadados porque justo en el día en que el Valencia se jugaba parte de su existencia, grupos de autobuses iban cargados de utilería amarilla contra Lim. Como si a estas alturas animar al club y protestar contra su propiedad no fueran exactamente la misma cosa.
En una final se concentra la meteorología de un club. Por eso se vio a una militancia capaz de ver llover en la sequía más pertinaz. No era un milagro. De manera innata (el valencianismo siempre tiende al progreso, lo cual a veces conduce a atolladeros imposibles) el público eligió estar en la tesis de que la única alternativa pasa por evitar el colapso, frente al 'cuanto peor, mejor'.
No hay nada de épica en ello, es pragmatismo. Abandonar a su suerte a un grupo de temporeros, para con ello lanzar un mensaje a la propiedad, se antoja suicida, y también inservible.
Es la oportunidad histórica del valencianismo para presentarse como una sociedad que (cargada de errores, traumas y culpas) en el momento decisivo eligió bien: decidió estar a favor y en contra al mismo tiempo. A favor de su club, en contra de quienes lo someten. Lo normal.