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entrevista al humorista gráfico

Ortifus: "Nunca pensé que me dedicaría a esto

  • El humorista gráfico Ortifus. Foto: DANIEL GARCÍA-SALA

VALÈNCIA. Desde hace más de cuarenta años unos personajes narigudos de ojos saltones y sin orejas retratan la historia de València. Han contado que los tanques llegaron al cap i casal poco antes del 23F, han ironizado con los cambios políticos e, incluso, han saltado a la realidad en modo de monumento fallero. Monigotes que, por su propia idiosincrasia, se han convertido en parte del patrimonio valenciano. El lápiz que los traza es el de Antonio Ortiz Fuster, Ortifus (València, 1948), que de cada noticia despliega su ingenio para poner una nota de humor a una realidad que, a veces, es mejor tomar con una sonrisa. Tanto que son muchos quienes se despiertan cada mañana con sus viñetas para conocer la historia que se aleja de los cánones establecidos y conecta con la calle, aquella que tiene al humor y la sátira como única arma autorizada. 

Es así como concibe Ortifus al humor gráfico, al igual que coetáneos suyos como Forges, Mingote, Peridis o El Roto, quienes tuvieron que sortear la censura a fuerza de ingenio, talento y talante. Una generación que aprendió de experiencias tan audaces como La Codorniz, Hermano Lobo o Por favor y que, en el caso de Ortifus, inocularon en él esa manera de ver el mundo en clave de sátira y de izquierdas. «El primer maestro que tengo en español es La Codorniz —su lema era La revista más audaz para el lector más inteligente—, cuyas viñetas eran muy crípticas y a veces te veías obligado a descifrarlas para saber qué querían decir», comenta Ortifus, no exento de ese esfuerzo intelectual que requería. Leía y se empapaba de aquella manera de retratar la realidad pero, en ningún momento, «podía pensar que alguien te iba a pagar por algo que se te ocurre», por lo que «nunca pensé que acabaría dibujando para periódicos diariamente». 

Una vida en viñetas que el propio Ortifus empezó a trazar de pequeño, cuando su padre, Antonio, le llevaba al río a coger ranas y él, al volver a casa, dibujaba de memoria el palacio Ripalda o la glorieta de la Alameda y se atrevía, con tan solo seis años, a pintar a su madre o a su abuelo. Un tiempo en el que cada domingo su padre compraba el tebeo y él leía La Familia Ulises, cuya abuela era sorda y, al entender otra cosa, hacía juegos de palabras que hacían reír tanto a su padre como a él. Precisamente, de su padre heredó esa afición —y don— de jugar con los dobles sentidos. «Mi padre, que trabajaba en una carrocería y sabía trabajar la madera, me hizo un fuerte en cuya puerta escribió Fort'iz (fuerte-Ortiz)».  

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