VALÈNCIA. Hace casi 20 años, en junio de 1999, viajé a Sevilla para asistir a la final de la Copa que jugó en La Cartuja el Valencia contra el Atlético de Madrid. Lo hice en compañía de la gente del Gol Gran y con la misión de escribir un reportaje “gonzo” de mis vivencias para el diario El País, en el que colaboraba por entonces. La experiencia fue realmente divertida, porque el autobús que nos llevó a la capital andaluza era una fiesta rodante en la que corría el alcohol, sonaban los cánticos y se palpaba la sensación de que aquella final acabaría con casi dos décadas de travesía por el desierto para el Valencia. Además, los chicos del Gol Gran se portaron excepcionalmente bien conmigo e hicieron que me sintiera como un miembro más de su peña, a pesar de que yo era mayor que todos ellos y no pertenecía a su grupo de animación.
El único problema de aquel viaje fue que a la directiva del Valencia no se le ocurrió otra cosa que colocar en la misma grada a las dos peñas de animación que cohabitaban en Mestalla en la época: los Yomus y el Gol Gran. No hace falta explicar con demasiada profusión que ambos grupos eran opuestos tanto en su ideología y forma de ver la vida como en su manera de entender el apoyo al equipo. El caso es que, en la parte baja de las gradas del gol sur de La Cartuja, nos ubicaron, mezclados sin compasión, a Yomus y Gol Gran, como si animar con más orden y concierto que el resto de los aficionados valencianistas fuera la razón única para unir dos grupos que eran como agua y aceite. Por avatares del destino (eso que vas buscando la mejor situación en la grada hasta que la encuentras, detrás de la portería que defendía Molina, con la perspectiva ideal para ver los goles del Piojo y Mendieta), acabé en medio de una de las facciones de los Yomus, que estaba dominado por la ultraderecha más violenta. Lo supe porque, entre sus miembros, vi a varios tipos que ejercían como guardias de seguridad, para Levantina de Seguridad, en las oficinas donde trabajaba mi pareja y a los que conocía de vista y eran conocidos por sus actitudes fascistas. Y lo supe, sobre todo, porque, cuando el Piojo López anotó el primer gol, esa pandilla de falsos seguidores valencianistas se dedicó a repartir golpes a diestro y siniestro, confundidos en la alegría de la celebración, a todos aquellos que no eran de los suyos. Y cuando digo de los suyos, no me refiero a que fueran o no seguidores del Valencia, sino amantes de la violencia gratuita y fascistas como ellos. Después de la paliza recibida, me escabullí, perdiendo la privilegiada situación de que gozaba, y encontré refugio en una zona con mayor presencia de compañeros del Gol Gran, donde vi, disfruté y no salí dolorido de los dos goles restantes y las celebraciones por el título que llegaron después.
Afortunadamente no he vuelto a tener contacto con los violentos desde entonces, aunque he seguido las informaciones que se han publicado sobre la evolución de los Yomus y la importancia de la extrema derecha en su estructura. Siempre pensé que la disolución de la peña, en 2013, era una retirada para el rearme, pues, de una manera u otra, la extrema derecha ha estado en las peñas de animación sin que el club hiciera gran cosa para evitarlo. La respuesta la dieron la pasada semana en Londres los cuatro descerebrados que mancharon el nombre de la afición del Valencia encarándose a la grada rival, haciendo el saludo nazi e imitando los gestos de un mono como insulto racista. Parece que el club ha identificado a uno de ellos y lo expulsará de por vida de Mestalla, pero quizás este sea el momento de limpiar de indeseables los grupos de animación valencianistas que se benefician de su condición de peña, como han hecho otros clubes. Un grada de animación no puede ser grada de animadversión para los seguidores valencianistas y, con tipos así o como los que me crucé en Sevilla, el valencianismo sale perdiendo. Si el Valencia ha sido capaz de convertir Mestalla en un espacio libre de humos, también debe hacerlo de fascistas.