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análisis | la cantina

Coe y mi amor por el atletismo

25/06/2021 - 

VALÈNCIA. Mi amor por el atletismo viene de lejos. De muy lejos. Y con los años me he dado cuenta de que no es muy común que un niño de 10 años sea un apasionado de un deporte que no sea el fútbol. Pero a mi yo barbilampiño, que también le gustaba el fútbol, le fascinaba el atletismo. Eran los 80 y eso ayudaba, claro, pues en esa década hubo atletas grandiosos y muy conocidos. Y a mí me admiraban todo ellos. Pero había uno que me enamoró: Sebastian Coe. Se puede decir que, cuarenta años después, sigo siendo un fanático del atletismo gracias al elegante atleta británico.

Cada vez que me sentaba delante de la televisión para ver el mitin o el campeonato de turno, yo, en realidad, estaba esperando a que llegara el momento en que salía a correr Sebastian Coe. Me gustaba su aspecto, su estilo, su pelo rebotando a cada zancada y esa clase única. 

Por él viví los Juegos de Moscú 80, mis primeros Juegos con consciencia, con dolor y euforia. La frustración de la derrota ante Steve Ovett, su archienemigo, mi archienemigo, en la final de los 800, pero después el éxtasis de su triunfo en los 1.500 días después.

Luego llegó 1981, una temporada que sirvió para cimentar mi admiración por el mediofondista de Sheffield. Pues ese verano no sufrió ninguna derrota y esa temporada, de la que ahora se celebra su cuarenta aniversario, exhibió un poderío insultante.

Hace unos días se cumplieron cuarenta años del récord del mundo de los 800 metros que batió el británico en Florencia. Coe no esperaba lograrlo esa noche en el Stadio Comunale, pero en el calentamiento sintió que las piernas volaban, que era uno de esos días especiales que solo llegan muy de vez en cuando. El keniano Billy Konchellah se puso a marcar el ritmo en la carrera y le llevó a completar la primera vuelta en 49.69 (dos años antes, en su anterior récord, pasó el 400 en 50.5). Luego Coe, vestido de blanco de arriba abajo por Nike, fue con todo e hizo los siguientes 200 metros en 25.3. En los últimos 200 sufrió para no desinflarse, pero cubrió ese doble hectómetro en 26.7, suficiente para batir el récord del mundo de los 800.

Aunque esa noche hubo muchos problemas con el cronometraje y, después de un follón con el tiempo de Carl Lewis en el 100, se retrasó mucho el horario y la carrera de 800 se disputó a las once de la noche. Después Coe tuvo que esperar cerca de diez minutos para conocer el tiempo exacto: 1:41.73. Una marca rotunda con la que nadie pudo en los siguientes 16 años, hasta que en 1997 llegó un danés nacido en Kenia, Wilson Kipketer, y lo batió con sus largas y finas piernas.

Entre una cosas y otras, Coe no llegó al hotel hasta la una de la madrugada. Allí se tomó unas copas de vino con sus compañeros y se fue a dormir.

Ese año Coe fue enganchando una victoria tras otra y días después, en Oslo, batió el récord de los mil metros con un tiempo de 2:12.18 que también duró varios lustros. Pero la prensa y el público echaban de menos sus duelos con Ovett. No se enfrentaron, pero al menos se echaron un pulso a distancia sobre la distancia de la milla. Coe pegó primero en Zúrich a mediados de agosto, luego llegó la respuesta de Ovett en Coblenza y dos días más tarde Coe le arrebató el récord del mundo de la milla al correr en 3:47.33, más de un segundo más rápido, en Bruselas, donde puso en pie a los cerca de 50.000 espectadores que llenaban el estadio Heysel. Su gesta saltó a la portada del ‘New York Times’, pues eran los tiempos en los que millones de personas admiraban al sensacional corredor inglés.

Ese y otros veranos yo veía las carreras en la tele del chalet. Y en cuanto corría Coe, saltaba del sofá, abría la puerta de un empujón y me ponía a correr por los caminos, en mitad del monte, creyéndome el mismísimo Sebastian Coe. Luego, al llegar el otoño, al volver al colegio, le pedía a mi madre que me comprara unas zapatillas completamente blancas para sentirme como él. Mi madre, que tenía que repartir el dinero entre sus cinco hijos, solventaba el capricho con unas Victoria. La economía familiar no daba para unas Nike. Pero a aquel niño de 10 u 11 años le daba completamente igual. Se calzaba las zapatillas blancas y se sentía invencible en el patio del colegio.

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