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ANÁLISIS | LA CANTINA

Gracias, Maestro

22/01/2021 - 

Con 22 años empecé a colaborar con la 97.7. El jefe de Deportes era Juanma Domenech -siempre providencial en mi vida- y de lo primero que hizo fue mandarme a Llíria a comentar la final de la Copa de Europa de baloncesto del Dorna Godella. El narrador era Javi Pérez Sala y en la radio prepararon una ráfaga que anunciaba que él y yo hacíamos la narración. Después de cada corte publicitario, se ponía. Luego él comenzaba a hablar y yo, tímido e inexperto, estaba al lado callado. Creo que intervine dos veces: una para decir lo alto que había llegado Katrina McClain en un rebote -era una jugadora capaz de hacer un mate- y la otra para decir no sé qué chorrada. Esa fue toda mi aportación. Pero lo gracioso fue que, al día siguiente, un montón de amigos me dieron la enhorabuena por la narración. Como anunciaban mi nombre y luego la gente no sabía quién era el que hablaba, pensaron que era yo.

Era un pardillo, pero jamás olvidé ese día. Por la oportunidad que me dio mi amigo, por el placer de estar en la tribuna de prensa de una final europea y por el impacto que me causó el hombre que dirigía aquel equipo fabuloso con Ana Belén Álvaro, Blanca Ares, Natalia Zassoulskaya... El entrenador era Miki Vukovic y me sorprendió que, cuando llegó el momento de la celebración, se fue a un rincón, encendió un cigarrillo y, con una sonrisa de felicidad en la boca, dejó todo el protagonismo para sus jugadoras.

Siempre fue así. La gloria para ellas y ellos. Con las dos Copas de Europa y otros muchos títulos nacionales del Dorna y el Anecoop Costa Naranja. O con la Copa del Rey del Pamesa. No se escondió, en cambio, al año siguiente, cuando la remontada ante la Benetton no les alcanzó para ganar la Copa Saporta. Una derrota que catalogo como un éxito: tal era la admiración de la afición por aquel equipo de Vukovic que más de 6.000 valencianos se desplazaron hasta Zaragoza ese día para animar al Pamesa. Estoy convencido de que fue uno de los días más extraordinarios de la historia del club. Y eso fue gracias a Miki.

Miki falleció de golpe la semana pasada. Estaba enfermo de cáncer, pero no murió de cáncer. Una bacteria en el corazón se lo llevó en unos días. Rápido, solo con tiempo para que el yugoslavo, pues él nunca dejó de serlo, pidiera en La Fe que le dejaran morir en casa, en su hogar de Godella, donde echó raíces después de que Dolores Escamilla, la verdulera que construyó el mejor equipo de Europa, le fichara.

Antes, hasta 2017, vivió a caballo entre España y Yugoslavia. Unos meses en Godella y otros recorriendo los 300 kilómetros entre Kraljevo (Serbia), la ciudad donde nació, y Tuzla (Bosnia), la ciudad donde estudió y conoció a Gordana, su esposa, la mujer con la que pasó felizmente los últimos cincuenta años de su vida. Aquí mataba el rato con sus amigos de siempre: "mafia de Godella", así, sin artículo, como hablaba él. Porque Miki, como todos los balcánicos, aprendió el idioma muy rápido pero, por más años que pasara en España, jamás alcanzó la perfección ni perdió ese acento y esa forma de hablar, ceceando, tan característicos. O con sus dos nietas valencianas, Lula, de ocho años, y Nina, de trece -sus padres buscaron un nombre que se pronunciara igual en los dos idiomas de los Vukovic-, las hijas de Dejan, uno de los dos vástagos, junto a Igor, que tuvo el Maestro.

Uno de sus primeros amigos en Valencia fue Juanma Domenech, con quien congenió desde el primer día. El periodista, hoy director de la 99.9, fue quien le puso el sobrenombre de Maestro con el que todo el mundo le conocía y le llamaba. Compartían la pasión por el baloncesto y por la buena mesa. A él, junto a un gin tonic en el pub de Toni Navarro en Cánovas, le confesaba su sufrimiento por la Guerra de los Balcanes, el dolor inmenso que le causaba ver su país rompiéndose en varios pedazos mientras se mataban entre ellos. Él era el vivo ejemplo de que uno podía ser de Serbia, donde había nacido, y de Bosnia, donde estudió Ingeniería de Minas después de que sus padres le exigieran que acabara una carrera antes de entregarse al baloncesto.

Miki fue un gran estratega y, sobre todo, un excepcional gestor de grupo. El técnico sabía sacar lo mejor de cada jugador y darle la confianza que muchos no tenían. Quería a sus jugadores como si fueran sus hijos. A Nacho Rodilla, su ojito derecho, exigiéndole cada vez más lo convirtió en uno de los mejores bases de Europa. A Víctor Luengo lo pulió como el gran comodín del Pamesa. Y a Amaya Valdemoro simplemente la lanzó para que se transformara, en su momento, en la mejor jugadora española de todos los tiempos. Con 15 años, la recogía cada día en su coche y la llevaba al pabellón. Allí pasaba horas con ella puliendo sus defectos, enseñándole los fundamentos. También disciplina. Por eso, un día que se retrasó cinco minutos y, cuando bajó, Miki ya se había ido. El entrenador pasaba a por ella, pero no iba a consentir estar de plantón hasta que la adolescente llegara. Ese día había partido. Amaya llamó a un taxi y llegó como pudo. "Desde entonces soy la tía más puntual del mundo", asegura.

Hace tres años, la mítica revista 'Gigantes' celebró su trigésimo aniversario en L'Alqueria del Basket. Allí le entregó a Valdemoro el Premio 'Jugadora Leyenda'. La madrileña, tan cariñosa como generosa, dedicó gran parte de su discurso -hoy es imposible no emocionarse al verlo en YouTube o en su cuenta de Twitter- a agradecer el apoyo de Miki Vukovic en sus inicios.

El baloncesto valenciano también le debe mucho. Él convirtió al Dorna en la mejor escuadra de Europa y estableció la convicción de que un equipo femenino de Valencia, como se constató después con el Ros Casares y ahora con el Valencia Basket, podía reinar en el continente. Y, tiempo después, cuando Fernando Roig lo contrató para reflotar el club después de caer de la ACB con Herb Brown, creó una cultura de baloncesto que no existía en Valencia. Y lo hizo campeón de Copa, sí, pero más importante que eso es que logró el reto que se propuso: llenar la Fonteta. El Pamesa volvió a la ACB gracias a que compró la plaza del Zaragoza, pero, antes, Miki se empeñó en ganar la Liga EBA con Rodilla, César Alonso, Luengo, Berni Álvarez y compañía para que nadie pudiera reprocharles que ascendían de prestado.

Foto: Miguel Ángel Polo/VBC

No era perfecto. Miki era daltónico y, además, tenía un gusto horroroso. Así que, cada mañana, Gordana abría el armario y le decía qué tenía que ponerse. Y jamás monetizó lo que valía como entrenador. El abogado que llevaba los asuntos económicos de él y de Bozidar Maljkovic decía que, mientras con Boza siempre lograba buenos contratos, con Miki siempre llegaba cuando ya habían convencido al técnico para que firmara.

También era muy maniático. Y si algo de lo que había hecho antes de un partido le había ido bien, se obligaba a repetirlo. "A veces me obligaba a ir a fumarme un cigarrillo antes de entrar al pabellón porque en el partido anterior lo habíamos hecho y ganaron", se ríe ahora Juanma.

En el Pamesa también fomentó el respeto por los árbitros, algo que le unió más aún a su buen amigo Martín Labarta, otro histórico, que murió el año pasado. Y la víspera del partido, algo impensable hoy en día, Vicente Solá cenaba con los árbitros y les agasajaba.

Pero quizá el rasgo más distintivo fue su generosidad. Una generación entera de periodistas valencianos ha recordado estos días que Miki siempre tenía cinco minutos para ir a la máquina de la Fonteta, sacar dos cafés y dedicarles un rato. Esos segundos valían más que un curso entero de periodismo. Aprendimos de baloncesto escuchándole, y a algunos, al menos a unos pocos, inconscientemente nos caló el respeto por los mayores.

Roberto Íñiguez se hizo entrenador muy influenciado por el Maestro. El vitoriano, uno de los entrenadores europeos más reputados, fue a visitarle en agosto. Se sentaron en una cafetería, pidieron dos cafés y estuvieron charlando un par de horas sobre baloncesto. Roberto le explicó el proyecto que quería desarrollar en Salamanca, donde está entrenando al Perfumerías Avenida, le habló de unas jugadoras serbias y entró al detalle sobre una zona press y un ataque corto que venía pensando. Le pidió opinión y Miki, a quien le gente, inexplicablemente, ya había dejado de hablarle de baloncesto, a quien ya solo le preguntaban por su salud, por si estaba bien, agradeció como un regalo que Íñiguez le pidiera consejo. A las dos horas, Íñiguez vio que estaba cansado, llamaron a su hijo Dejan y se despidieron.

Este Miki Vukovic tan afable cambiaba cuando había partido. Porque te invitaba a un café entre semana, pero el sábado, si le hacías una pregunta incómoda en la rueda de prensa, te lanzaba una mirada fulminante. Y, esto es gracioso, siempre empezaba sus comparecencias ante los periodistas con la misma frase. Cogía la hoja de las estadísticas y decía: "Si miramos números...". Luego, durante sus intervenciones, reincidía siempre sobre la importancia de "pequeños detalles". Sin artículo, claro.

La víspera de aquella final de la Copa Saporta, Miki Vukovic y Zeljko Obradovic, el entrenador de la Benetton, cenaron juntos y estuvieron hasta las tantas, rivales pero amigos, con un botella y dos vasos encima de la mesa. Al día siguiente, minutos antes del partido, se enteraron de que había muerto la madre de Radomir Antic. Entonces volvieron a juntarse, llamaron al entrenador de fútbol y le dieron palabras de ánimo. Luego se dieron la mano, se separaron y se convirtieron en encendidos oponentes.

Todo se acaba. Se nos van yendo, año tras año, nuestros referentes. Y así, muerte tras muerte, como me explicaba Damià Vidagany en un mensaje el día que murió Miki, un día te das cuenta de que te estás haciendo viejo. Yo nunca olvido a mis maestros, como Juanma, y, desde luego, será imposible olvidar al Maestro, al gran Miki Vukovic.

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