VALÈNCIA. “Vixca el Llevant! Vixca la República! Vixca València!” es el tuit con que di la bienvenida al reconocimiento oficial por parte de la RFEF de la Copa del 37, año al que viajé sobre el papel amarillento de hemerotecas y libros. Sospecho, por ese conocimiento del contexto, que serían los cánticos más comunes tanto a pie de campo, en Barcelona, entre la expedición levantina, como en las calles de Valencia, del Grau y del Cabanyal. En valenciano, claro, que era la lengua de muchos de los futbolistas y de la inmensa mayoría de la hinchada. Sí, vixca, como lo pronunciamos los valencianos y como lo hubiesen escrito en la época, pues así se usó en el documento de les Normes del 32.
El Llevant ganó la copa a un paso del frente de guerra, en plenas hostilidades entre el ejército del golpista Franco y el del gobierno de la República, votado en las urnas. La ganó en la España legítima, la que perdió. Ese es el único motivo por el que esta Copa (como tantas otras cosas) fue borrada de la historia durante cuatro décadas de dictadura. La historiografía franquista consideró que había que mutilar la memoria de los republicanos, aniquilar todo rastro de esa España. Incluso en algo tan inocente como el fútbol. Con la llegada de la democracia y la posterior reivindicación levantinista, la Copa fue negada sistemáticamente por una RFEF alineada con los heredereros de la historiografía franquista, por motivos políticos y contra el mandato unánime del Congreso de los Diputados. Era obvio que los argumentos objetivos aportados durante años acabarían doblegando estas reservas dogmáticas. Más aún bajo el amparo de la Ley de la Memoria Democrática.
La Copa se celebró probablemente con el puño en alto, pero no es una copa de rojos o de republicanos (aunque yo pueda serlo). Se ganó en buena lid deportiva, pese a las complejas circunstancias; no es la primera ni será la última competición deportiva singular. No sé: me viene a la cabeza Jesse Owens, que se coronó en la Olimpiada de Berlín del 36, ante Hitler. Los futbolistas y los aficionados, como se comprueba en la prensa de la época, sabían que disputaban la tradicional Copa de España y que el trofeo lo donaba el presidente de la República española, vinculándose al jefe de estado, como luego sucedió con la Copa del Generalísimo y ahora con la del Rey, y otorgándole por tanto la máxima oficialidad.
La Copa és nostra. Así la sentía el levantinismo. Ahora es oficial. Y es de todos. De todos los levantinistas, sea cual sea su orientación política. El Congreso ya dio un ejemplo de ello en su día, al reconocerla por unanimidad. Es de todos los valencianos, porque en realidad cuando se conquistó se entendió como un triunfo del fútbol valenciano, que conseguía así el primer título de ámbito estatal. Así eran entonces las cosas. Y si me apuran, es también una copa de todos los demócratas que se alegran porque se ha hecho justicia con un episodio histórico cuya ocultación, negación y falta de reconocimiento oficial era vergonzante.
Valero; Olivares, Ernesto Calpe; Agustí Dolz, Calero, J. Rubio; Paco Puig, Nieto, Gaspar Rubio, Martínez Català y Fraisón son, 86 años después y a todos los efectos, campeones de Copa. Con Juan Puig en el banquillo, junto al secretario Andrés Gallart. Son los héroes de Sarrià. Ganaron un título celebrado entre bombas y tragedias, ninguneado hasta hoy. Lo ganaron para todos nosotros, que hemos luchado por él sin descanso. Como dijo Quico Catalán “es la copa de toda la afición, de todo el levantinismo”. Es, además, la enésima demostración del estoicismo de una hinchada incapaz de rendirse, durante 114 años de historia plagados de adversidades. És nostra. Siempre lo fue.