VALÈNCIA. El fútbol solo juzga la inmediatez, lo que sucede en el último minuto del último partido, porque se basa en los resultados. Esa es, obviamente, la visión del aficionado, del seguidor apasionado de un club, que quiere ver a su equipo levantando trofeos y no le importa el rédito que eso supone. Pero dejó de ser el sentir general cuando entraron en juego los magnates que compran clubes, de la misma manera que yo me compro un neopreno de natación, y no quieren que su capricho les cueste pasta. La diferencia es que yo uso el neopreno de forma habitual y doy por bien invertido mi dinero; los magnates, no, quieren que ese capricho se convierta en una empresa que genere dinero. Al Valencia le tocó en suerte un magnate de nivel medio, ni de esos que derrochan millones de euros para hacer equipos como el PSG o el Manchester City, ni de los que acaban arruinando el club, como le ocurrió al Málaga o el Rácing de Santander. Un magnate que, sin embargo, valora su propiedad según el dinero que le ha revertido.
Ahora mismo, el Valencia se encuentra inmerso en la lucha por conquistar dos competiciones. En una de ellas, la Copa del Rey, tiene asegurado disputar la final; en la otra, ha de pasar el duro escollo de una semifinal contra un Top-6 de la liga inglesa, mal que le pese a Tebas y sus corifeos, la mejor liga del mundo. Además, ese equipo lo entrena Unai Emery, y no hace falta recordar la última vez que Emery se cruzó con su exequipo en una semifinal europea. Pero el Valencia está en condiciones de disputarle una plaza en la final al Arsenal, y si fuera resolviendo la eliminatoria en Mestalla en el tiempo añadido, ese tramo del partido en el que se desenvuelve con más soltura, mejor que mejor. Serían dos finales, la posibilidad de conquistar dos títulos, algo que, en 100 años de historia, el club solo ha logrado en una ocasión.
Creo que, para el aficionado, la temporada ya sería un éxito llegando a las dos finales, viniendo de donde se viene, un superéxito si se consigue un título, y un superéxtasis si se alcanza el doblete. Para el magnate, la prioridad es ganar la Europa League, que da derecho a jugar la próxima Champions, con el dinero fresco que ello supone, o no ganar nada y meterse en ese torneo por la vía de la liga, ahora mismo la opción más complicada, por que el Valencia no depende de sí mismo. El título de la Copa no da dinero, más allá de que sirva para devolver la ilusión al valencianismo. Pero la ilusión, como todo el mundo sabe, es improductiva.
Queda un mes para que acabe una temporada de las que molan, esas en que el equipo va de menos y más y la acaba como un ciclón. Como la 95-96 con Luis Aragonés y su banda, que nos es más memorable, aunque no contenga títulos que, por ejemplo, la de la Copa de Koeman. O la 98-99, tan maratoniana como esta, en la que Ranieri, Mendieta y el Piojo lograron la última copa sevillana. Aquella copa fue el inicio de algo muy grande y esta también puede serlo.
La temporada entra ahora en la hora del lobo, el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere y la mayoría de los niños nacen, cuando las pesadillas vienen a por nosotros. La frase no es mía, como es obvio, sino de Ingmar Bergman, que dedicó a ese momento cotidiano una película homónima y una secuencia de su testamento cinematográfico. Sirve también para el fútbol, porque remite a ese tramo final de la temporada, antes de que todo acabe y empiece otra, en el que a los equipos se les vienen sus pesadillas. Los triunfadores son los que logran que no les alcancen, aunque tengan forma de equipos invencibles o de constelación de estrellas; los perdedores son los que se dejan atrapar por ellas, encarnadas en el espíritu de Mbia o en la zurda de Messi.
Por mi parte, todos los días, a la hora del lobo, yo me pongo mi neopreno y me lanzo al mar. Así no me alcanzan las pesadillas.