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opinión

La realidad y el deseo

29/11/2019 - 

VALÈNCIA. Toda la obra literaria del sevillano Luis Cernuda, uno de los grandes poetas españoles del siglo XX, aborda la continua lucha entre una realidad inamovible y un deseo oscuro e íntimo, entre lo que el mundo de le ofrecía, cínica y contundentemente, y lo que él anhelaba, aunque fuera de forma fugaz y escondida en el fondo de su pensamientos. A lo largo de casi 40 años, Cernuda fue completando una obra poética extraordinaria, en la que las variaciones de ese forcejeo constante van cambiando de forma y expresión.

Siempre he pensado que esa eterna e infructuosa lucha entre la realidad y el deseo del escritor andaluz retrataba con quirúrgica perfección la idiosincrasia del Valencia, un club que, como rezaba la pancarta diseñada por Lawerta para la última final de copa, sueña que no tiene techo y, en más de una ocasión, se ha topado con el crudo límite que le impide superarlo. Pero, en los últimos años, esta dicotomía se acentuado hasta convertirse en seña de identidad de la entidad.

Probablemente, lo más acertado que ha hecho Meriton en sus cinco años de (des)gobierno del club ha sido impregnarse, aunque sea de forma involuntaria, de ese espíritu soñador que arrastra la historia del Valencia. Lim y sus secuaces hablan a todas horas de construir un equipo que compita año tras año en la Liga de Campeones, que se instale en la élite europea para quedarse, no para aparecer fugazmente, como ha ocurrido en los últimos 20 años, por muy exitosos que fueran los fogonazos. Sin embargo, ese deseo confronta con una realidad que provoca fracasos incontestables y, en la mayoría de los casos, provocados por una alarmante falta de competitividad en los partidos menos importantes. El equipo lleva dos años (salvo que se produzca un difícil milagro en Amsterdam dentro de dos semanas) cayendo en la fase de grupos del torneo por los errores cometidos contra el rival más débil de la primera fase, pese a superar en ambas ocasiones al equipo con el que se tenía que jugar la clasificación. Quizás sea un problema de actitud, heredada de tantas temporadas en las que al Valencia le bastaba con ganarle al Barça y el Madrid pero perdía ligas en Burgos o Tenerife, pero también hay una importante dosis de configuración de una plantilla de mínimos, en la que, por ejemplo, el gol vale dinero, pese a que Meriton no quiera gastárselo. El miércoles pasado, pese al excelente partido del Valencia ante el Chelsea y la encomiable entrega de los futbolistas, el objetivo de pasar a octavos de final en la Liga de Campeones quedó a expensas del milagro holandés por una alarmante falta de puntería de sus delanteros, algo que, en el fútbol moderno, y más en una competición de la exigencia de esta, se paga muy caro.

No es solo la propiedad la que vive inmersa en esa lucha. La afición valencianista, excesiva como el pueblo que la sustenta, lleva cien años deseando que su equipo sea el mejor de España, de Europa y del mundo, pese a que se encuentra de bruces con una realidad que le niega tal deseo. Cada año hay motivo para la esperanza, ya sea por culpa de un fichaje rutilante, ya sea por un entrenador ambicioso, para desear tocar el cielo. Cada año, cuando la temporada madura, el fútbol coloca al Valencia en su sitio, que no es otro que el del eterno aspirante que, de vez en cuando, hace realidad sus deseos. El equipo podría haberse clasificado para los octavos de final de la Liga de Campeones, si Rodrigo, Maxi Gómez o Parejo hubieran estado más acertados de cara a puerta, y habríamos soñado reeditar aquellos tiempos, ya lejanos, en los que el equipo entrenado con Cúper era un grande de Europa. Pero la realidad es siempre inconmovible a pesar de que, como decía Cernuda, el deseo sea “un mundo cuyo cielo no existe”.

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