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análisis | la cantina 

Lo mejor que he hecho en mi vida

30/12/2022 - 

VALÈNCIA. El martes cumplí diez años sin fumar. Un decenio sorteando la tentación que, sorprendentemente, después de tanto tiempo, aún mantiene cierto vigor. Diez años desde aquella noche en la que, después de celebrar el cumpleaños de mi amigo Sergio, llegué al portal de mi casa y, antes de meterme dentro, tiré el paquete de tabaco en una papelera y me dije para mí: “Hasta aquí”.

Antes vinieron muchas trampas. La droga de la nicotina es así de poderosa. Hubo tres o cuatro años que fumé solo cuando salía por la noche, que no era poco por aquel entonces, pero el trato con mi salud me parecía satisfactorio. Salía de trabajar, llegaba al bar o al restaurante donde me esperaban mis amigos, iba a la máquina de tabaco y sacaba el paquete que iba a achicharrar esa misma noche. Luego pedía una cerveza, encendía el primer pitillo y me entregaba a los placeres nocturnos con deleite.

Pero ya digo que siempre había una trampa. Un año, al acabar de escribir un reportaje, comencé la rutina que seguía a ese momento: imprimías la página en A3, salías a la escalera que daba a la salida de emergencias y leías con calma la página en busca de algún error que resaltabas con un círculo. Ese momento siempre me resultó extraordinariamente placentero, pero ese placer era aún mayor si acompañabas la tarea de la revisión con un halo de humo. El ardid venía cuando pensabas que si esa noche ibas a salir qué más daba que adelantaras el primer cigarrillo a ese momento. Total, uno no iba a cambiar nada…

El problema vino cuando, unas semanas más tarde, después de la concesión al vicio para reforzar la sensación de placer en la última lectura antes de entregar tu trabajo, venía un segundo cigarrillo cuando algún fumador te pedía que le acompañaras a la escalera para contarte un cotilleo. Y entonces pensabas: bueno, si voy a fumar esta noche, ¿qué más dará un segundo cigarrillo?

Esa brecha abierta por mí me fue succionando poco a poco hasta convertirme de nuevo en fumador a diario. Porque la droga siempre gana. Aunque es cierto que, de normal, no solía llegar al medio paquete diario. Así es el consuelo del dependiente de la nicotina. Son excusas que te vas poniendo para seguir enganchado a este sucio vicio (ese tramo de la escalera al que quedaron, quedamos, relegados los fumadores, apestaba).

Pero entonces llegó el verano de 2012. Ese año me tocó escribir las crónicas de atletismo para las webs de los periódicos del grupo Vocento, para quien trabajaba entonces. Esa tarea tenía una ventaja, que podía hacerla desde mi casa y me ahorraba tener que ir cada día a la redacción del periódico. Pero, claro, al trabajar en mi comedor, podía hacerlo con un cigarrillo encendido que, lo crean o no, facilita la inspiración.

Soy consciente de que esto no suena muy creíble, pero juro que era así, y no hace mucho lo leí en un libro en el que la autora (creo recordar que fue Nora Ephron en ‘No me acuerdo de nada’) reconocía que el tabaco facilitaba la tarea de escribir. Yo recuerdo que carecía de ciencia, pero que en ese momento en el que la escritura se atasca, una calada profunda servía para desbloquearla. Y, claro, el poder de la nicotina, sumado a su facilidad para lubricar la redacción de una crónica, llenó el cenicero de colillas.

Cada mañana de esa semana del verano de 2012, me levantaba, miraba la cajetilla de tabaco prácticamente vacía y bajaba al estanco que hay justo debajo de mi casa para reponer mi dosis diaria. Luego subía a casa y juraba que hoy no, que ese día no me iba a fumar el paquete entero. Pero al día siguiente me levantaba y volvía a verlo vacío.

Al final me rendí y entendí que el estrés olímpico tenía ese precio: un paquete de Marlboro diario. La derrota solo se aceptaba con una nueva trampa, que en ese momento fue pensar que, tras los Juegos de Londres, vendrían las vacaciones. Y que durante esos días de descanso, mucho más relajado, sin el estrés de tener que hacer crónicas al instante de una carrera de 100 metros o de una final de salto de longitud, podría reducir drásticamente el consumo de tabaco.

Pero no fue así y aunque no llegaba al paquete diario como antes, no me quedaba muy lejos. Entonces entendí que tenia un problema grave. Pero el ser humano es tan estúpido que no afronta los problemas hasta que nos castigan. Reaccionamos cuando ya estamos enfermos, cuando ya nos hemos dañado.

Eso lo entendí en invierno. Cada año, en cuanto llegaba el frío, la adicción al tabaco hacía que muchas noches apareciera una incómoda tos que turbaba mi sueño. No era esa tos profunda de los días con gripe o un resfriado, era una tos leve, un ligero picorcito en la garganta, pero que no se iba nunca. Y la tos que no se va te lleva a la obsesión. Y la obsesión, al insomnio.

Ahí me planté. Tras la segunda noche tosiendo, me levanté y dije que no iba a fumar más. Estaba tan determinado a hacerlo que lo conseguí. Bueno, lo conseguí a medias, porque semanas después llegó mi cumpleaños, una fiesta pantagruélica y la recaída. En ese momento piensas que es indisoluble la relación entre el alcohol, otra droga, y fumar. Así que a la segunda embestida, al segundo amigo que te dice que te fumes un cigarrillo, que el mundo no se va a acabar por un puto cigarrillo, que no pasa nada, que al día siguiente puedes volver a dejar de fumar, pides un mechero y pegas la calada de tu vida.

Al día siguiente me levanté con una gran resaca y muchos remordimientos. Así que calculé qué me quedaba por delante, vi que solo tenía el cumpleaños de Sergio y una nochevieja no demasiado potente, y decidí que el 27 de diciembre sería mi último día como fumador.

Hoy, diez años después, al fin puedo decir que lo cumplí.

Alguno, sobre todo no fumador, pensará que, superados los primeros meses, el resto ya es un paseo en barca. Pero está muy equivocado. En estos diez años, creo que no ha habido un mes en el que no haya tenido la tentación de volver a hacerlo, de volver a tropezar, de dejarme llevar. Con el hábito ya tan asentado, qué daño podría hacerme un cigarrillo en mitad de una fiesta fantástica en la que todo fluye. Pero he tenido la suerte de no ser tan tonto como para no saber la respuesta: mucho. El daño sería tan devastador como que acabaría volviendo a fumar a diario, volvería a manchar mis pulmones, volvería esa incómoda tos invernal…

El deseo de fumar ya se ha moderado mucho. Pero aún quedan ocasiones puntuales en las que las ganas vuelven con fuerza. Pasa mucho en ese momento de euforia que envuelve a los días de paella en el chalet de un amigo. En esas mañanas soleadas en las que un colega va echando los ingredientes en la paella mientras los demás beben quintos de Estrella Galicia al solecito sentados encima del césped, apetece mucho fumar. Muchísimo. Apetece tanto que hay que hacer un ejercicio de contención tan fuerte que cuesta, pero que también te recuerda que la amenaza es poderosa y que nunca más en tu vida te vas a poder relajar. Esa es la fuerza de la nicotina. Esa es la fuerza de las drogas.

Por eso, después de un nuevo cumpleaños fantástico rodeado de mis mejores amigos, puedo sonreír, ver que ya he superado mi adicción y asegurar que dejar de fumar ha sido una de las mejores decisiones que he tomado en esta vida.

Así que ahora, cada año, en el plazo de cinco días, celebro dos cumpleaños…

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