VALÈNCIA. Los exentrenadores quejicas del Valencia ya son un género en sí mismo. Se les puede culpar todo el rato y reprocharles su victimismo, o también observar el fenómeno como el patrón de un modelo que no funciona.
Si en Veus Fé-Cé -el programa de Paco Polit donde se exhuman con cierta periodicidad sus testimonios- Marcelino tenía la rotundidad de un agraviado con las heridas bien abiertas (“la afición vive un castigo con Peter Lim, un club histórico merece una propiedad que lo respete”), era Bordalás hace unos días quien ponía el dedo en la llaga de la desubicación (“tenían miedo a que Peter Lim me conociese en persona, alguno se empeñó en que no ocurriese"), dibujando una gestión donde la opacidad y la lejanía son la orden del día.
El primero en inaugurar la catarata de lamentaciones, fue, claro, Prandelli, a quien solo tres meses le bastaron para desnudar un proceso que conducía al club a la ausencia de soberanía. Él vio con nitidez cómo al Valencia le estaban subcontratando sus decisiones más estratégicas, que operaban en beneficio de terceros.
Lo bueno de que esta misma forma de obrar tenga una continuidad tan extendida en el tiempo es que las conclusiones salen solas. Al igual que en cada momento de peor cotización deportiva, la propiedad ha acudido a técnicos de mayor contraste (tras Neville y Ayestarán, Prandelli y Marcelino; tras Celades, Gracia y Bordalás), se han terminados abriendo dos frentes entre los ex: los entrenadores con poco peso han cumplido con el contrato del silencio, obligados por su alineación a la propia órbita que gobierna el Valencia a distancia; los más independientes y con peso específico, han acabado escaldados y levantando la voz.
Gattuso, de un perfil mixto, raciona sus protestas sobre la planificación deportiva, todavía lanzadas con sordina. ¿Pero hasta qué punto puede ser excusa lo que simplemente es el reflejo de un modelo sostenido en el tiempo?