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Mi amiga italiana

19/11/2021 - 

VALÈNCIA. Mi amiga Francesca, italiana divertida e inteligente, es hincha del Bologna FC, un club singular. En primer lugar, porque del conjunto rossoblù fueron aficionados algunos personajes ilustres de la vida cultural italiana, como Umberto Eco, Pier Paolo Passolini o Lucio Dalla, intelectuales atrapados por una pasión que no asociaban al opio del pueblo, como ocurrió durante tantos años en España. En segundo, porque el Bologna es un club que vive de su pasado, de los recuerdos gloriosos de su época de esplendor, los años 30, cuando conquistó cuatro de los siete scudetti que figuran en su palmarés y fue el dominador del calcio, por delante de clubes como el Inter o el Genoa. Ahora, el equipo boloñés lleva casi medio siglo sin ganar un título y casi 60 años sin lograr una liga, instalado en una cómoda posición en la serie A desde la que no aspira nunca a nada pero tampoco pasa demasiados apuros para salvar la categoría.

Mi amiga Francesca, que no conoció aquellos tiempos de gloria, sigue a su equipo con la resignación de quien apoya al ejemplo de la mediocridad futbolística y la fidelidad de quien recibió la transmisión de la pasión futbolera por vía paterna. Cuando viaja a Bolonia, suele acudir al Renato Dall'Ara a ver a su equipo; cuando tiene ocasión, lo ve por televisión, pero si tiene cosas más importantes que hacer sencillamente se olvida del Bologna.

Por mi amistad con Francesca y por mimetismo, yo me he hecho un poco del Bologna. Lo justo para que se convierta en mi equipo favorito de la liga italiana. Sigo sus partidos a través de las redes, veo alguno por televisión e incluso comento con mi amiga la marcha de su equipo durante la temporada. He aprendido, siguiendo al Bologna, lo que es ser hincha de un equipo sin aspiraciones.

Quizás por eso, me cuesta poco adaptarme a la situación que vive el Valencia desde que los saqueadores singapurenses se hicieron con el control del club de mis amores. Al final, después de dos años desmantelando la plantilla que ganó la copa en el verano de 2019, me he acostumbrado a un equipo mediocre, a una situación en la que cada vez me cuesta más emocionarme por lo que hace el Valencia. Como Francesca, yo también acudo a Mestalla cuando viajo a Valencia, sigo sus partidos por televisión cuando mis horarios de tiempo libre coinciden con los que marcan Tebas y los suyos en el calendario y, si tengo cosas más importantes que hacer, me olvido del Valencia. Como Francesca, mi relación con el equipo al que he apoyado siempre es de resignación por saber que no aspira más que a pasar la temporada sin sobresaltos.

Francesca y yo nos hicimos amigos durante los cuatro años en los que fuimos juntos al Camp Nou. Ninguno de los dos éramos del Barça, pero nos gustaba el fútbol y el ambiente de los estadios, y nos reíamos juntos de las reacciones de la gente, de los cánticos más ridículos o de los futbolistas que ya hacían vislumbrar la decadencia de los culés. Ganara o perdiera el Barça nos lo pasábamos bien.

Cuando nos conocimos, el Bologna era el mismo club que ahora, el típico equipo de media tabla que parece haber estado toda la vida ahí, a salvo del descenso y distanciado de la élite. El Valencia era entonces un equipo que aspiraba a ganar algún título y a molestar de manera algo seria a los grandes.

Con el paso del tiempo, el Valencia ha alcanzado el estatus que ostenta el club emiliano desde hace años en la liga italiana. Pero parece solo una estación de paso hacia una caída libre que se antoja inevitable, según hemos podido comprobar esta semana con la filtración de las cuentas del club. Mientras el Bologna se prepara para afrontar el futuro desde la modestia y con la esperanza de dar algún día un salto de calidad, el Valencia de Meriton está abocado a dar un salto hacia el abismo.

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