VALÈNCIA. Siempre dije que la primavera era la estación del año en la que llegaba el calor y Rafa Nadal jugaba una final de tenis cada domingo. Montecarlo, Barcelona, Madrid, Roma… Y París, claro. La ciudad donde estableció su reinado y dejó uno de los récords más alucinantes de la historia: 112 victorias y solo cuatro derrotas. No solo triunfó allí, pero no voy a aburrirles con su palmarés, interminable. Con sus títulos y más títulos. Porque Nadal fue mucho más, muchísimo más, que determinado número de victorias o trofeos conquistados. Nadal pasó a la historia del deporte por ser uno de los mejores competidores que ha habido en cualquier especialidad.
Nadal logró ser unánime entre los españoles, algo insólito. Nadal logró enamorar a los franceses, algo atípico. Nadal despertó la admiración de todos sus rivales. Algunos no lo dijeron, pero seguro que lo admiraron en silencio, con un punto de rabia o envidia. Y libró, durante años, una rivalidad con Novak Djokovic y Roger Federer como no ha habido otra. Un pulso que se iba alargando en el tiempo y que siempre será recordado. Nunca el tenis vivió una era igual. Ni en los tiempos de Bjorn Borg, John McEnroe y Jimmy Connors. Los tres elevaron el tenis. Una terna que dominó su deporte de tal forma que apenas dejaron las migajas, poco más que torneos de segunda, al resto de tenistas durante lustros.
A todos nos gusta ser del que gana. Y Nadal ganó mucho. Pero creo que, en cierto modo, Nadal nos enganchó por su forma de luchar. Vimos en él lo que nosotros, que siempre encontramos un momento para rendirnos, nunca poseímos. Si muchos días no vamos a correr por pereza, si algún día nos hacemos los remolones en el trabajo por puro hastío, cómo no íbamos a bajar los brazos ante Roger Federer, un bailarín sobre la hierba ya poco lustrosa del All England, llegado ya el ocaso del día, en aquella final titánica de 2008. En qué momento íbamos a soportar nosotros ese martirio de casi seis horas de partido, con las piernas acalambradas, en una noche calurosa y húmeda en el Rod Laver Arena, en 2012, ante ese demonio que es Novak Djokovic. Impensable.
Nadal no fue un ídolo en España, fue un símbolo. Si Nadal sale un día por televisión y dice que cojamos un cuchillo o lo que tengamos por casa porque hay que ir a defender la frontera, salimos armados hasta los dientes. Lo ha dicho Nadal… Si Nadal nos dice que tenemos que llevar la dichosa mascarilla en la pandemia, no nos la bajamos ni por debajo de la nariz. Si Nadal dice que algo es posible, es posible. Porque así nos lo ha estado demostrando durante años. Pero si le habíamos retirado ya dos o tres veces y él, obstinado como siempre, se negaba a rendirse, y acababa volviendo a una cancha de tenis.
Nadal fue modélico en la pista, en los discursos tras las finales de los grandes torneos -cómo me gustan esos momentos medio íntimos ante 10.000 personas y millones de espectadores-, en la sala de prensa, en los actos institucionales. Bien vestido, bien peinado, educado. Desde fuera, muy afuera, da la sensación de que, además, encontró una pareja a su medida, una persona capaz de darle paz y de no importarle ser la sombra de una figura gigantesca.
Y Rafa Nadal sería injusto entenderlo si su tío Toni, el hombre que, con paciencia y mano dura, forjó al fenómeno. Hay mil anécdotas entre los dos. Una es muy conocida: cuando Rafa ganó un torneo de categorías inferiores y su entrenador le dijo que mirara el palmarés, que si conocía a alguno de los anteriores campeones. Apenas se salvó alguno. Casi ninguno llegó a la élite. La otra anécdota la recuerdo siempre que me acercó al límite. Cuando crees que ya no puedes más, me viene a la memoria aquella charla entre profesor y alumno. Fue un día, al final de un entrenamiento durísimo. Rafa, exhausto, agotado, dobló las rodillas y le suplicó a su entrenador que acabara con ese tormento. “No puedo más, Toni”, le dijo. Y su tío, un hombre sabio, se le quedó mirando y le lanzó una pregunta. “Rafael, si ahora entrara un león en la pista, ¿saldrías corriendo o dejarías que te comiera porque no puedes más?”. El tenista se quedó pensativo, agachó la cabeza y asintió. “Saldría corriendo, claro”. A lo que el técnico añadió: “Pues entonces sí que puedes más”.