VALÈNCIA. Suena duro y tal vez sea injusto pero defendiendo como lo hizo el Valencia en la primera mitad resulta imposible competir por nada. Ayer hasta Gayà se equivocó. Que lo haga Diakhaby, por desgracia, ya no es noticia pero que lo haga el capitán duele a la vista. Un error tan grosero como el de Pedreguer demuestra que el equipo está desquiciado y que el sistema defensivo ha sido inexistente desde la llegada de Javi Gracia al banquillo de Mestalla. Con 47 goles en contra, tan solo dos equipos en Primera División han encajado más goles que el conjunto blanquinegro. Y eso no puede ser solo una cuestión de jugadores y de un bajo nivel de la plantilla. Me niego a creerlo. La dinámica en el equipo es tan negativa que todos parecen peores de lo que son.
Una cosa es que te pueda faltar calidad a la hora de ver portería y otra bien diferente es que el trabajo colectivo sea deficiente. Precisamente ahí es dónde el club tendrá que enfocar sus esfuerzos de cara a la próxima temporada. Si las circunstancias económicas obligan a apretarse todavía más el cinturón, el vestuario deberá estar liderado por un técnico capaz de hacer del Valencia un equipo bronco, duro y al que sea difícil marcarle un gol. Solo así, el combinado che recuperará el poso para comenzar a de nuevo a crecer y no conformarse con deambular por la zona media-baja de la tabla y mirando de reojo a los puestos de descenso.
Pero más allá de lo ocurrido ayer en el viejo El Sadar, el fútbol mundial contuvo la respiración ante la posibilidad de que el invento de la Superliga saliera adelante. Con ella, la esencia de este deporte tal y como lo conocemos hubiera pasado a mejor vida. Hubiese sido el triunfo de los poderosos sobre el espíritu de la meritocracia que hace tan bonito e imprevisible a ese balón que empezó sorteando la tierra y el barro y que ahora se desliza con sutileza por el césped. Pero lo que es peor, hubiese sido la prueba fehaciente de que el dinero también es capaz de comprar los sueños. El de los pequeños que trabajan y luchan por convertirse en grandes, el del aficionado que vibra imaginando que su equipo derrotará al todopoderoso. La victoria del negocio convirtiendo al fútbol en un producto de lujo cuando su grandeza reside en disfrutar de igual manera con un Valencia-Real Madrid que con un partido de benjamines en el río. Porque el fútbol nació del pueblo y para el pueblo y sin él, sin su ilusión sería otra cosa, pero nunca fútbol.
Sin embargo, los 12 ‘elegidos’, además de chocarse de frente contra todos los órganos existentes, se encontraron con voces discordantes en su foro interno. Empezando por el primero de los que tuvo que competir tras el anuncio oficial en la noche del lunes. Los hinchas del Liverpool, con pancartas ejemplares y su capitán James Milner fueron claros y directos: “No me gusta, espero que no suceda. Pero los jugadores no tenemos voz”, aseguró el centrocampista. Después aparecieron Klopp, Guardiola, Luke Shaw...y desnudaron el megalómano proyecto liderado por Florentino hasta que fueron desvinculándose un club tras otro asumiendo que su postura no tenía defensa.
Vayamos a los ejemplos prácticos de lo que pudo ser y, por suerte, no fue: con esta competición cerrada, el Valencia no podría ganar de nuevo en Stamford Bridge, la Roma se vería obligada a olvidarse de sonrojar otra vez al Barcelona y el Ajax ya no tendría más oportunidades de silenciar el Bernabéu. ¿Y el Atleti? El actual líder, cuya hinchada se siente orgullosa de ser ‘diferente’ a los grandes transatlánticos, se había unido a ellos a las primeras de cambio. Pero -menos mal- en esta ocasión la afición se impuso al dinero. Los clubes alemanes y los fans ingleses nos dieron una lección. El pueblo ganó la batalla de ese despotismo ilustrado del siglo XXI. Y yo que me alegro. ¡A competir!