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Supersticiones 

27/09/2021 - 

VALÈNCIA. Cuenta Manuel Vicent en 'Tranvía a la Malvarrosa' que, cuando era un adolescente cargado de testosterona y granos, una de sus primeras masturbaciones coincidió con el gol de Gainza en Mestalla que eliminó al Valencia de la Copa de 1950, en aquel mítico partido de vuelta de semifinales que acabó con un 6-3 tan glorioso como inútil después de tres prórrogas. Cuenta que, desde entonces, llevó una absurda estadística que conectaban sus hábitos solitarios con los resultados de su equipo y con el rendimiento de su jugador favorito, Antonio Puchades. Por supersticiosos avatares del destino, cada vez que el joven Manuel le daba al manubrio un sábado, al día siguiente perdía el Valencia en casa, del mismo modo que los buenos partidos de Puchades coincidían con periodos de abstinencia sexual solitaria del imberbe muchacho y las pajas dominicales llevaban aparejada una inevitable goleada en contra para el Valencia.

Ese maravilloso homenaje a la pasión futbolera que explica Vicent en su obra más autobiográfica es también un magnífico ejemplo de la superstición que rodea al mundo del fútbol, todo un conjunto de ritos, costumbres o fetiches que los aficionados creemos que son necesarios para que nuestro equipo gane. El fútbol, el deporte más sujeto al azar, el único juego en el que puede ganar un equipo que se ha pasado el partido colgado del larguero y en el que más se apela a la justicia o injusticia del resultado, contribuye a la proliferación de amuletos para modificar el destino.

Como buen aficionado al fútbol, ha sido muy supersticioso con mi equipo. No he llegado al punto de variar mi vida sexual (solitaria o en compañía) como le ocurre al Manuel de 'Tranvía en la Malvarrosa', pero a lo largo de los años he acumulado en mis sucesivos armarios prendas fetiche que yo relacionaba con rachas de suerte del Valencia: aquella camiseta de motorista quinqui y la inscripción “Bultaco” en su parte frontal que, a finales de los 70, me acompañó al fútbol mientras Rep, Diarte y Kempes goleaban, Solsona daba pases con el exterior del pie y Bonhof reventaba las barreras contrarias a balonazos; esa camisa a rayas que, casi como condena (solo me faltaba la bola atada al grillete de un tobillo), llevé a Mestalla durante toda la temporada en la que el equipo jugó en segunda división y que acabó en el cubo de la basura el día en que, contra el Recre, salimos del infierno; o el inútil reloj de manecillas -el último que recuerdo en mi muñeca- que vivió las dos temporadas de gloria en la Champions, finales incluidas, mientras se empeñaba en marcar mal la hora al tiempo que el Piojo, Carew o Juan Sánchez marcaban bien goles a rivales de toda Europa.

Igual me he hecho mayor, pero ya no tengo fetiches imprescindibles para ver los partidos del Valencia. Quizás es porque ya no creo en supersticiones, solo creo que las cosas suceden como suceden y nosotros somos meros testigos impotentes de lo que pasa. Que me convirtiera en el Viejo Casale del valencianismo cuando, en 2019, viajé a la final de Sevilla para no faltar a mi cita cada 20 años con un título copero, como ya conté en estas mismas páginas virtuales, no fue sino una gozosa casualidad más. El Valencia de Marcelino habría ganado aquella final aunque yo no hubiera estado en el Villamarín.

Por eso, cuando he comprobado que estos diez días que he estado de vacaciones, alejado del ruido, el trabajo y las obligaciones, disfrutando de la tranquilidad y el descanso, el Valencia solo ha sumado un punto en los tres primeros partidos de esta temporada que me he perdido, he pensado inmediatamente que se debía a una coincidencia, que no tenía nada que ver que yo no los hubiera visto con que la buena racha en que dejé al equipo antes de partir a esa burbuja del dolce far niente se truncara casualmente a partir de entonces. Seguro que es fruto de la casualidad, pero, por si acaso, el sábado que viene a las seis media de la tarde ya he limpiado mi agenda para estar delante del televisor.

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