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opinión

Pañuelos cibernéticos sin mocos

8/03/2019 - 

VALÈNCIA. El pasado domingo, el mundo asistió al nacimiento de un nuevo invento para animar en los campos de fútbol. La imagen de Mestalla iluminada por las linternas de los teléfonos móviles no solo ofrecía una foto colorista de las gradas para los reporteros gráficos, sino que entroncaba con la lluvia de papelitos y rollos de papel higiénico que introdujeron los argentinos en los estadios en el Mundial de 1978 o la infausta (por ridícula y antifutbolera) ola que alumbraron los mexicanos en 1986. No sé si este remedo de ambiente de concierto de cantautores en un partido de fútbol será la aportación más importante del Centenario del club a la historia de la liga, pero está al nivel del grito de “Así, así, así gana el Madrid” que se le ocurrió a El Molinón una tarde en la que al árbitro solo le faltaba llevar una media en la cabeza. El tiempo dirá si las linternas perduran o solo son una anécdota más. Pero fue el día en que me di cuenta de que las linternas de los teléfonos habían desbancado definitivamente a los pañuelos. Otrora, el gol de Rodrigo habría poblado Mestalla de pañuelos blancos.

Las linternas de los móviles son pañuelos cibernéticos sin mocos. Porque mucho antes de que existieran los teléfonos portátiles, los aficionados se expresaban en los estadios con pañuelos blancos de tela. Aquellos que llevaban nuestros padres o abuelos y que efectuaban una indiscriminada recogida de suciedad, mocos u otros fluidos corporales, según el uso que se les diera, para acabar almacenados en los bolsillos. Esos pañuelos tenían, además de su función higienizadora, un doble propósito. Por un lado, eran (y siguen siendo) un arma de protesta, el instrumento para mostrar el enfado contra el palco de autoridades pidiendo la dimisión del entrenador o el presidente. Las pañoladas de final de partido son un síntoma de que se viven tiempos chungos, de una afición descontenta y un futuro imprevisible. Y cuando se producen en el transcurso del encuentro pueden significar que la cosa no tiene remedio o una severa censura a la labor arbitral, en cuyo caso va acompañada del tradicional grito de “burro, burro”, tan típico como singular por estos lares. 

Pero hubo un tiempo en el que los pañuelos de tela también fueron símbolo de jolgorio y algarabía. Supongo que por influencia torera, agitar al viento el pañuelo blanco para festejar un gol quería decir que aquel tanto había sido de singular belleza, una obra de arte futbolística pergeñada por un jugador del Valencia (si el golazo lo marcaba el rival, Mestalla se limitaba a aplaudirlo sin aspavientos, que ya es mucho) bien fruto de una acción individual brillante, bien de una magnífica jugada colectiva. Una belleza subjetiva, entendida desde la grada y mediatizada muchas veces por la importancia del gol. Ha habido sensacionales goles en Mestalla que no se celebraron con pañuelos en la grada porque su trascendencia fue nula, como el que marcó Fernando en su debut con el equipo ante el Atlético de Madrid, y otros que, pese a no ser especialmente brillantes, merecieron una invasión de pañuelos, caso de un gol de Rep ante el Barcelona de Cruyff que, en otro contexto, no habría pasado de ser acogido con alegría.  

Es difícil precisar cuándo se extinguió la costumbre de celebrar los goles estéticamente más bellos con pañuelos. Quizás ocurrió, sin que nos diéramos cuenta, cuando los pañuelos de tela fueron desapareciendo, cuando comenzaron a vivir solo en los bolsillos de los nostálgicos o los amantes de la moda vintage y los sustituyeron en las gradas las almohadillas, las hojas de los periódicos o incluso los ridículos clínex a medio usar. También es cierto que aquella costumbre tenía poco de higiénico. Una de mis pesadillas recurrentes (y algo escatológica) durante mi infancia y adolescencia tenía que ver con una tarde de muchos goles hermosos en la que los espectadores salían de Mestalla cubiertos de una capa casi invisible de mocos secos que se habían ido desprendiendo de los pañuelos al viento de celebración y que, poco a poco, acababan adquiriendo vida propia. No puedo decir si esos mocos acababan por dominar el mundo como si fueran aliens o predators, porque antes me despertaba empapado en sudor.

Ahora los pañuelos son los móviles con sus lucecitas, que contribuyen a crear un ambiente mágico pero que han perdido ese punto de espontaneidad que daban aquellos añejos trozos de tela para limpiarse la nariz, la de estar sumergido en una espiral de felicidad en la cual no te importaba la higiene del vecino. Más o menos como en las orgías sexuales de los 80. El móvil será muy bonito, dará colorido a los estadios con sus lucecitas, pero acabará por ofrecernos una encuesta de satisfacción, a través de una aplicación, en la que tendremos que valorar la calidad de los goles con solo apretar solo un botón. 

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