VALÈNCIA. Tengo un recuerdo difuminado de mis primeras veces en la Fonteta. Hace muchos, muchos años. La primera, como público de baloncesto -ya había ido a ver atletismo-, era un adolescente alto y muy delgado. Fui con los amigos con los que jugaba habitualmente partidos improvisados a 100 puntos. Con ellos vi el primer ascenso del Pamesa, en 1988, desde uno de los fondos, detrás de la canasta que, entonces, estaba a la altura del primer anillo. Luego vino el debut como periodista, cargado de nervios y alguna anécdota por inexperto.
Aquel día, en febrero de 1993, le di la vuelta entera al pabellón como siempre que voy por primera vez a un estadio. Nunca acierto. Cuando encontré la puerta correcta y entré, el balón ya volaba hacia el aro. Me encantó la sensación de ver un partido -el Pamesa contra el Real Madrid- en aquel lugar de privilegio y sentado al lado de Juanma Domenech, Jorge Aguadé y otros periodistas a los que respetaba mucho y que estaban mucho más rodados.
Treinta y dos años después volví a la Fonteta a escribir la crónica del último partido del Valencia Basket. Otra vez contra el Madrid, como para cerrar ese círculo mágico. Mi pelo se había vuelto blanco. Mi cintura había crecido. Llevaba unas gafas de vista en la mochila. El segundo periodista más veterano, solo por detrás de mi amigo Fermín Rodríguez, un loco de la pelota naranja. En esta ocasión me sentaron en la última fila del rincón más recóndito, en una cabina inmunda. El lugar para un sobrero. A mi espalda, un plástico negro en vez de pared que absorbía los rayos del sol. Hacía un calor terrible, pero es lo que había y quejarse no vale de nada.
Aún quedaban muchos minutos antes del partido, así que me escapé de aquel horno y bajé a la cancha a saludar a Fermín y a Nacho Rodilla, otro histórico, pero este como jugador, con su camiseta colgando en las alturas del pabellón. Les deseé que disfrutaran del último partido porque sabía que para ellos tenía que ser especial. Los dos sonrieron sin decir nada más. No hacía falta.
Me gustó la frase que pronunciaría, dos horas después, Pedro Martínez, otra leyenda para este equipo, al que ha llevado hasta la final de la Liga ACB las dos veces que lo ha dirigido. “Soy más de las personas que de los sitios”, dijo. Y luego añadió el mensaje que realmente importa. “Hay que despedir con honores esta instalación, pero sobre todo debemos salir y mirar a la derecha porque viene una instalación de primer nivel”. Me gustó, en ese momento, ver sentado a mi izquierda a Nacho Herrero, el periodista más riguroso y profesional que conozco en el baloncesto, uno de los pocos que no despliega la vela para que el viento le arrastre sin remar.
Antes, cuando el partido ya estaba decidido y había acabado la crónica, me giré desde aquella cabina ardiente y miré hacia el fondo donde aquel chaval de 17 años saltó de alegría con el mate a aro pasado de Jerry Herranz en el 88. El recuerdo me dio un pellizquito. Me puse ñoño y me acordé de algunos, unos pocos, que ya se han ido, como Pablo Martínez, el fisio, quien, además, hizo posible que pudiera correr el Maratón de Nueva York en 2008; Martín Labarta, la elegancia convertida en delegado de los árbitros en la Fonteta; Jorge Mora, el ‘Doc’, y el Maestro, claro, Miki Vukovic, que enseñó mucho de baloncesto y de cómo tratar el baloncesto en los medios a una generación entera de periodistas que ya no estaban en la Fonteta porque esta profesión está en los huesos y maltrata a los viejos.
Me vinieron algunos flashes. El primero de todos, Fede Kammerichs, aquel loco maravilloso que se subió a la canasta y se puso de pie encima del aro después de ganar la Copa ULEB. Me vinieron a la mente aquellos movimientos mágicos de Bernard Hopkins. Nacho Rodilla y Víctor Luengo, claro. El liderazgo de gente como el francés Antoine Rigaudeau, el australiano Matt Nielsen o Justin Doellman. O Nando de Colo. Y rememoré, obvio, la Liga que ganó aquel equipo fantástico de Pedro Martínez. O los últimos y maravillosos años del femenino de Rubén Burgos.
Pero, sobre todo, más allá de momentos concretos, reviví la sensación de felicidad que percibía cuando estaba sentado detrás de la canasta mientras trabajaba. No había, para mí, mejor oficina en el mundo que aquel fondo rodeado de público. Aunque luego tuviera que marcharme corriendo, ya de noche, encontrar un taxi y salir pitando hacia la redacción. Fueron 32 años, media vida.