VALÈNCIA. En Japón he visto templos como catedrales, he pasado a través de cientos de torii rojos en una extenuante subida hasta llegar a la cumbre de una colina en Kyoto y he dormido en un ryokan. En Japón he visto un gato en tres dimensiones del tamaño de un trailer, he pasado por cafés donde la gente acariciaba unas nutrias, unas capibaras o unos cerditos, y he entrado en algo parecido a unos recreativos de cinco plantas. En Japón me he cruzado con decenas de jóvenes que intentan parecerse al máximo a un personaje de ‘anime’, he visto a Mondo Duplantis batir el récord del mundo de pértiga y me han recibido en un antro ocho ‘japos’ alegres y beodos haciéndonos un pasillo y chocándonos la mano.
Todo eso ha sido increíble. Japón es un país alucinante. Pero nada me flipó más que el torneo de sumo que viví en el Kokugikan, la catedral de este deporte ancestral. Me fascinó el recinto, uno de esos lugares que rezuman historia y que tienen magia. El pabellón están en el barrio de Ryogoku, junto al río Sumida. A la entrada llaman la atención las coloridas banderolas, de varios metros de altura, que cuelgan de cañas de bambú y que llevan el nombre de los ‘rikishi', los luchadores. El origen del sumo se encuentra 1.300 años atrás, aunque fue a partir del siglo XVII cuando se populariza y permite que algunos ‘rikishi’ se hicieran famosos.
Los periodistas llegamos al Kokugikan por la mañana en una visita turística preparada por la organización del Mundial de atletismo. Nos llevaron, nos contaron varias cosas y nos dejaron ver diez minutos de los combates de la mañana, que nos llamaron mucho la atención pero que después descubrimos que era como si hubiéramos visto partidos de fútbol de Tercera: eran de la división más baja del sumo. Después de comer volvimos y descubrimos que los mejores luchadores, los ‘rikishi’, competían a esa hora. Las gradas estaban prácticamente llenas y los competidores desfilaron primero y formaron un círculo encima del ‘dohyo’, lo que podríamos llamar el ‘ring’.
Todo es muy ceremonioso. Los rituales que se practican antes de cada combate duran más que el propio combate, que muchas veces se liquida en un par de segundos. Pero tiene su encanto. El ‘yodibashi’ anuncia primero el nombre de los dos ‘rikishi’, que, previamente, han esperado a los pies del ‘dohyo’, sentados en una especie de futón personalizado. Los dos luchadores suben al ‘dohyo’ y hacen el ‘shiko’, una mezcla de calentamiento y ritual. Ambos se enjuagan la boca con agua como símbolo de purificación y luego arrojan un puñado de sal sobre la arena para ahuyentar los malos espíritus.
Luego los dos contendientes se colocan uno frente al otro, se ponen en cuclillas y muestran las manos abiertas -herencia del pasado, cuando tenían que demostrar que no escondían armas-. Levantan una pierna y la dejan caer para pisotear la arcilla previamente prensada. Luego lo repiten con la contraria. El círculo está acotado y señalado por una circunferencia hecha con paja seca de arroz. Después se agachan y se embisten brutalmente. Muchas peleas acaban en un suspiro porque un luchador saca a su rival del círculo en ese primer empujón. Pero cuando llegan los profesionales, con más experiencia y recursos, a veces encuentran trucos técnicos para evitar salir del círculo o caer sobre la arena, las dos formas de perder, y el combate llega al minuto de duración.

En Tokio, en el torneo de septiembre -los torneos se celebran los meses impares-, pudimos ver en acción a los dos ‘yokozunas’ que hay en activo: Hoshoryu Tomokatsu, un mongol de 26 años, que se convirtió en el ‘yokozuna’ número 74 de la historia, y Onosato Daiki, de la prefectura de Ishikawa.
Onosato es el ídolo de Japón. El joven de 25 años, un tiarrón de 1,92 y 187 kilos, alcanzó el máximo rango del sumo el 28 de mayo de este año. El ‘rikishi’ se convierta así en el primer ‘yokozuna’ japonés en ocho años y el segundo en 27. Y lo logró después de debutar como profesional en 2023 y disputar solo 13 torneos. El nipón se ha formado en el establo Nishonoseki con un ‘oyokata’, su instructor, que había sido ‘yokozuna’: Kisenosato. Onosato ganó dos torneos seguidos -uno, en marzo, en Osaka, y el siguiente, en mayo, en Tokio- y gracias a eso alcanzó el mayor rango del sumo, un estatus que le convierte en casi una divinidad en Japón y que le proporciona unas ganancias que rondan los 400.000 euros. Su nombramiento se celebra en el santuario Meiji, dentro del plácido parque Yoyogi, en Tokio.
Los luchadores, con pesos que pueden alcanzar los 200 kilos, ingieren entre 12.000 y 16.000 calorías diarias. Una alimentación que les permite convertirse en auténticas montañas humanas pero que tiene un precio: los ‘rikishi’ tienen una esperanza de vida que ronda entre los 60 y los 65 años, 20 menos que un japonés medio. Antes del espectáculo me hice una foto con una figura de cartón de Taro Akebono, un luchador de Hawái que murió con solo 54 años.
Los días pasaron y yo me volví a España, aunque mi mente sigue en el Kokugikan. El jueves leí que Hoshoryu había caído derrotado en su combate y que ahora comparten el liderato del torneo de septiembre los dos yokozunas: Hoshoryu y Onosato. En octubre habrá una exhibición de sumo en el Royal Albert Hall de Londres y ya estoy mirando el precio de las entradas con mi amigo Álex para ver si volvemos a vivir la magia de este deporte, mi nuevo deporte favorito.