Polideportivo

ANÁLISIS | LA CANTINA

Jorge González Amo y el arte de llegar en plenitud a los 80

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VALÈNCIA. Ya era de noche. Habíamos pasado frío volviendo en las bicis, pedaleando felices como niños por las calles interminables de Apeldoorn, pero allí dentro, en el hostel, se estaba bien. Hacía unas horas que había terminado el Campeonato de Europa y, aunque habíamos jurado no volver, una noche más terminamos cenando en el bar turco que siempre estaba abierto. Un bar, el Tevfiks Place, donde rompí la promesa de no volver a comer kebab que hice en las Fallas de 2021. No había otra opción. Ya de vuelta, la gente se había ido a dormir y reinaba el silencio. La habitación estaba en penumbra y los muebles de madera hacían más confortable el momento. Solo faltaba una chimenea. Un rato antes habíamos estado haciendo un repaso, gracias a Nacho, de todos los 1.500 que ha corrido Marta Pérez en su vida y todos los 3.000 metros obstáculos que ha corrido Irene Sánchez-Escribano. Dos estrellas del atletismo español que apenas tenían unas pocas victorias. Así es el atletismo. Yo decidí quedarme a hacerle compañía a Alberto, que tenía que entrar en Onda Cero de madrugada. Y Jorgito, Jorge González Amo, motu proprio, también se quedó sentado en una silla, junto a una mesa de madera, a nuestra espalda.

Jorge tiene 80 años y esa mañana, de buena mañana, había salido a trotar cinco kilómetros, como todas las mañanas que estuvimos en Apeldoorn, en el centro de Países Bajos. Luego había caminado por el centro de la ciudad y después se tragó toda la jornada de atletismo. A pesar de levantarse a las 7, no le importaba estar, pasada la medianoche, de tertulia con Alberto y conmigo. Jorge es un sabio de la vida, como casi todos lo que han llegado hasta los 80, pero además es una enciclopedia del atletismo. Jorge, la víspera, durante una comida en una animada terraza, mientras se refrescaba bebiendo ‘ice tea’ de una pajita, sacó el móvil y nos mostró la imagen digitalizada de la fotografía que le hizo a Bob Beamon en aquel vuelo inolvidable de 8,90 metros en los Juegos de México 68. Él, corredor de 1.500, estaba en la grada, sacó su cámara e intentó acertar haciendo la foto, una foto, con su cámara y un carrete en color, todo un lujo en 1968.

 

Lo mejor de Jorge es que no es uno de esos viejos que afirman que todo lo antiguo es mejor que lo de ahora. Jorge lleva años haciendo el seguimiento del mediofondo español y defiende a los atletas como si fueran sus hijos. Esa misma tarde, después de que Josué Canales, un chaval nacido en Honduras que eligió la opción de representar a España, se quedara sin una medalla en la final de los 800 metros, el atleta intentaba mantener la compostura ante los periodistas en la zona mixta, el pasillo donde tienen un breve encuentro con la prensa. Allí balbucea alguna respuestas hasta que levantó la vista y vio aparecer a Jorge González Amo. El abuelo abrazó al nieto y el chico se derrumbó. El joven, de repente, se había convertido en un niño, un niño triste que lloraba sin más consuelo que el hombro de Jorge, que le abrazaba y le recordaba que había corrido tres carreras seguidas de 800 metros en 1:45, y que eso tiene mucho mérito. Detrás hay mucho más. Hay una familia que descansa, en gran medida, sobre los hombros de este novato de 23 años. También están sus sueños, que volaron alto el día que destrozó, allá por enero, el récord de España de 800. Ahora todo eso se ha venido abajo y al ver a Jorge, que sabe todo eso y mucho más, se ha desmoronado.

 

Luego, en la tribuna de prensa, los periodistas hablan a gritos y lanzan una sentencia tras otra. Se creen que lo saben todo. A su lado, Jorge, que ha venido a este viaje con un nutrido grupo de plumillas, observa el atletismo en silencio. No necesita demostrar lo que sabe y sabe más que ninguno. Después, cuando le preguntan, comenta que uno se ha precipitado en un cambio, o que debería haber salido antes detrás de este otro. Pero Jorge comparte su conocimiento, no te lo impone. Y eso, en estos tiempos de egos gigantescos, yo lo aprecio mucho.

 

Estar a su lado durante cuatro días ha sido un regalo. Ver su fortaleza, cuidada con disciplina cuando los tiempos de las pistas de ceniza o de madera eran ya un vago recuerdo, o su mente ágil y aún juvenil generan mi admiración. Su sonrisa de niño, dejando escapar esos dientecitos de castor, y la mirada pícara. Su amabilidad. Su paciencia cuando decidíamos recorrernos un barrio entero en busca de un helado. Pero también su gratitud. Viajar con el camino hecho ha sido un alivio para él, que, meses atrás, tuvo una experiencia muy amarga en Costa Rica, donde se quedó tirado después de que anularan su vuelo. Pero los jóvenes del grupo se lo hicieron más fácil y se lo prepararon todo. Y él, en uno de los descansos, habla por teléfono con Ramón Cid, otro sabio, de Donosti, y le cuenta emocionado que no tiene que sacar dinero, que unos pagan y metemos todos los gastos en una aplicación llamada Tricount, que te calcula lo que debe cada uno y a quién se lo debe, y que así las cuentas están claras. “Es la leche, Ramón”, le dice. “Y el último día, vemos cuánto debemos, hacemos un Bizum y se acabó”. Luego hay un silencio, donde sospecho que Ramón le pregunta si le tratamos bien, si está a gusto, y entonces escucho otra respuesta agradecida de Jorge. “Me cuidan y están pendientes de mí todo el rato. Voy a viajar más con ellos porque esto es una delicia”.

 

En cada rato muerto, esperando a que saquen el maldito kebab, o paseando bajo el sol glorioso del invierno amable de Apeldoorn, o apretados en un Uber camino del hostel, se inicia, irremediablemente, una nueva tertulia atlética. Y él nos cuenta historias preciosas de otros tiempos. Su memoria conserva reliquias que confío que su amigo Gerardo Cebrián haya documentado en ese ordenador que es la historia de nuestro atletismo. Y alguien le suelta en una de esas que él ha sido un grande. Entonces Jorge se pone serio y lo niega. “Yo he sido un Poulidor; siempre fui un segundón. Pero si nunca llegué a ser campeón de España”, explica en referencia a sus años como atleta, cuando su gran amigo Antonio Burgos ‘Burguete’ le derrotaba en cada carrera de 1.500 en sus tres mejores años: 1966, 1967 y 1968.

 

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Pero él es la demostración de que no es necesario ser campeón para hacer una carrera, alcanzar unos Juegos Olímpicos y atesorar recuerdos y experiencias que ahora valen más que cualquier medalla. Historias que a los demás nos parecen de oro junto a una cerveza fría en De Trap, un pub consagrado al deporte donde nos cruzamos con Bram Som.

 

Ahora estamos de tertulia mientras Alberto espera la llamada de la radio. La charla discurre entre susurros. La conversación nos lleva a las mínimas para los pasados Juegos de París, al sufrimiento de algunos atletas para alcanzar su sueño olímpico. Alberto y yo, más fríos, defendemos esa exigencia, le atacamos con que de ahí llegaron mejores marcas y actuaciones sonadas sobre la pista violeta de París. Y Jorge, siempre educado, sostiene que eso no es así, que es injusto llevar al atleta hasta esos límites, hasta esa angustia vital. No cede ni un milímetro en defensa de los atletas, del mismo modo que se mantiene correcto, sin ofender, sin molestarse. Y es entonces, en mitad de la noche, cuando la mayoría ya duerme y Alberto y Jorge hacen sonar sus floretes en plena lucha dialéctica, cuando alcanzo a entender la belleza del momento, cuando veo en ese hombre de 80 años fuerte, jovial, lúcido, educado a la par que firme en sus convicciones, la grandeza del ser humano. Y me quedo callado mientras pienso que si uno es disciplinado y honesto consigo mismo, haciendo un poco de deporte cada día, si uno es cuidadoso con lo que come y de vez en cuando se concede una alegría, si cultivamos a diario nuestra mente, si aceptamos que no tenemos el vigor de los 20 pero tampoco tenemos por qué rendirnos como un viejo decrépito, si hacemos un esfuerzo por seguir riéndonos, es posible llegar a los 80 en plenitud.

 

 

 

 

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