Polideportivo

ANÁLISIS | LA CANTINA

Treinta años de la partida del siglo

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VALÈNCIA. Hacía calor, mucho calor, y a la mínima, con la partida ya bien avanzada, Genovés se tumbaba donde le pillaba. Paco Cabanes tenía 41 años y su rival, un joven torbellino llamado Álvaro, 21. Parecía imposible que el mito de la pilota soportara el empuje de los nuevos tiempos. No era Álvaro, era una generación entera, la vida misma, pidiendo paso, empujando contra las manos enormes y los dedos retorcidos de Genovés después de tantos años de pelotazos. El resto de La Costera, que esa mañana había pegado un buen trago de agua, como hacía siempre antes de una partida importante, en la fuente de San Pascual, a la entrada de su pueblo y a los pies de la colina donde está la ermita, resoplaba, sudoroso, después de cada quinze. No tenía sentido. Aquello no lo podía soportar.

La gente, el público que llenaba el trinquete de Sagunto, también sudaba y sufría al ver a su ídolo doblarse de cansancio. Pero el Genovés resistía y se mantenía en pie ante un Álvaro más fresco pero algo inquieto porque no conseguía arrodillar al hombre de la faja roja. La emoción recorría toda la cancha y la gente, al final, emocionada, excitada al ver la rebelión del Genovés, comenzó a gritar de manera espontánea: “¡Paco! ¡Paco! ¡Paco!”. Paco esbozaba una media sonrisa. Lo había vuelto a hacer: había vuelto a hechizar a los aficionados. A todos. A los abuelos que apretaban los puños y a los niños, pocos, que habían recibido el regalo de una entrada para la partida del siglo.

Han pasado ya 30 años desde aquel tórrido 9 de julio de 1995. Yo tenía 25 años, llevaba puestas unas gafas de pasta y lucía melena. Esa mañana de domingo me había puesto una camisa, raro en mí, porque mi madre me había enseñado que a los sitios importantes había que ir presentable. Yo, periodista incipiente, había llegado tarde a este mundo: no conocí al Genovés en plenitud. Solo su ocaso. Algún día de inspiración en el trinquete, sus últimos desafíos en el frontón frente a los pelotaris vascos y su magia flotando por encima de la selección valenciana en aquellas primeras competiciones internacionales en Francia, Italia o Países Bajos. Había abrazado su carisma, pero no llegué a ver ese ‘manró’ arrollador ni aquella ‘esquerra’ de la que todos hablaban.

A mi espalda, en la galería del dau, solo un par de filas más atrás, sentado a la derecha de su madre, estaba uno de los pocos niños que había en el trinquete. Aquel chiquillo, Jose, estiraba el cuello para no perderse nada. Aquel día no tenía calor ni frío. Aquella mañana, Jose Cabanes acababa de enamorarse de su padre. Aquel 9 de julio, el hijo del Genovés decidió que él quería ser pilotari profesional. Aunque él, en realidad, lo deseaba era convertirse en su padre.

En una esquina, Alberto Soldado, veterano periodista, tampoco había escapado del embrujo del Genovés y, hechizado, decidió abandonarse y dejarse llevar por la emoción. No era el día de hacer una retransmisión canónica. Aquella no era una partida normal. Estaban pasando sucesos paranormales allá abajo, sobre las losas del trinquete de Sagunto. Y Soldado, que se había enamorado de este juego de niño en una calle de Godelleta, pegaba gritos de emoción que engancharon delante de la televisión a miles de espectadores por toda la Comunitat Valenciana. Canal 9 tuvo aquella mañana una audiencia insospechada.

Los recuerdos, pasados tantos años, siempre están contaminados. No recordamos el momento, recordamos la imagen que nos hemos ido construyendo en nuestra mente durante esos años. Por eso recuerdo, más que lo que yo escuché en el último quinze, el gruñido ronco, vaciando sus pulmones de fumador, de Paco mientras hacía el ‘dau’ que le convirtió en campeón del Individual mientras el público gritaba de pura felicidad. El Genovés se quitó la camiseta roja, le dio varias vueltas con el brazo y la lanzó al aire.

Durante años aquello fue un misterio. Nadie sabía quién se había quedado la camiseta. Yo sí. Porque muchos domingos por la mañana iba a ver las partidas en su coche, el de Minguet, un aficionado a la pilota y, especialmente al frontón, que la agarró y se la llevó a su casa. Poco después, cuando se celebraron los festejos por la retirada del jugador, se la cedió a los organizadores. Nunca volvió a verla. Ni él ni ninguno de los promotores. Algún listo debe tenerla en casa, escondida de manera clandestina, como si fuera un tesoro pirata. 

El ‘fill de la tía Carmen’, héroe de una generación, completó su última hazaña y la locura se expandió por todo el trinquete. Paco fue entronizado con el trofeo desde el palco y luego, como pudo, alcanzó el vestuario. Yo entré y me senté a su lado. Siempre me tuvo aprecio. Me dio una palmada en el muslo y me invitó a que hiciera las preguntas. No fue fácil. Yo, como todos, estaba en shock y, encima, se había formado una cola de gente mayor, gente ruda del campo, con las manos encallecidas, hombres a los que nunca se les había visto llorar, con los ojos húmedos y las manos temblorosas que solo pedían saludar al campeón.

Ser testigo de aquella partida me trajo varias entrevistas años después. Y el periodista que me preguntaba de nuevo qué fue aquello que vivimos, siempre le chocaba que después de tantos años escribiendo sobre deporte, contara, como cuento ahora, que después de haber visto récords del mundo de atletismo, carreras de Fórmula 1 o MotoGP, muchos de los títulos del Pamesa, o los grandes barcos de la Copa América surcar las aguas de Marsella, València o Bermuda, lo más impactante siempre fue aquella partida ante menos de mil personas en un trinquete al que hoy ya no le queda ni honra. Nunca más un pueblo, y entiendo como pueblo a una comunidad unida por una lengua propia y unos signos de identidad, volvió a emocionarse igual ante un hombre.

Mi suerte, o mi desgracia, es que hoy, 30 años después de aquella partida memorable, no añoro aquel momento deportivo. Lo que echo de menos es a aquel hombretón con la nariz redondita, como la de los payasos, que era tierno a su manera, muy generoso y con un carisma -un aura que dirían ahora los jóvenes- como he visto pocos en mi vida.

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