VALÈNCIA. Con centenares de miles de visualizaciones en los últimos meses cada vez que un visitante sube un contenido, la atracción con más audiencia de València ante ojos externos está siendo la más inesperada: un estadio viejo, con supuesta fecha de caducidad, parcheado hasta la extenuación… Es Mestalla, el campo del Valencia CF. Y son un buen puñado de extranjeros, sobre todo ingleses y holandeses, quienes comparten consejos entre sus comunidades (un vuelo barato desde la ciudad más próxima, una entrada barata para un partido cualquiera…). No hablan tanto de lo que ocurre sobre el césped, sino de todo lo que hay alrededor: una verticalidad que les provoca vértigo, la mirada a una ciudad que se percibe desde una atalaya, los atardeceres desde esa especie de globo aerostático en el que se convierte el Mestalla más alto.
El periodista de The Guardian, Sid Lowe, se ha convertido en el mayor apologeta sobre el estadio, su favorito, y sobre el cual explicaba -para Superdeporte- que su efecto tiene que ver con “una cuestión general, que va más allá de Mestalla, y es la llegada de muchos estadios nuevos que no tienen tanta personalidad y que son muy parecidos entre sí”. Las propias visitas al recinto fuera de los días de partido están, en los últimos años, en el top-5 de lugares más visitados de la ciudad, habitualmente con un 70% de usuarios extranjeros.
Esa fiebre tiene lugar en el peor momento de la historia del club, y por tanto sin demasiados alicientes deportivos que generen tracción. Al mismo tiempo, con un cuidado del estadio calimotoso al menos superficialmente. A las fotos decorativas se les ha ido el color por la acción del sol y cada vez queda menos rastro de la pintura naranja y negra con la que disimularon las cicatrices.
A pesar de todo ello, o más bien precisamente por eso, el estadio del Valencia ofrece una enseñanza que debería tenerse en cuenta ante quienes, obsesión mediante, procuran que la ciudad resulte atractiva y, rizando el rizo, sea diferencial ante nuevos ojos visitantes.
Mestalla ha pasado el umbral. Su atractivo cultural no es que resida en su parecido al resto, sino que en lo poco que se le parece a cualquier otro estadio. Es un grito radical contra la homogenización en la nueva era de las ciudades tras el 2008 (ese momento en que la economía colaborativa y los fondos de inversión se pusieron las botas en mitad de unas calles débiles).
El recinto más antiguo de la liga española atrae como consecuencia, porque no parece una creación diseñada para epatar y captar visitantes. Como llegado de otro tiempo, sigue funcionando a pleno rendimiento. Lejos del ideal romántico de lo antiguo, es un monumento contra la homogeneización.
Participa Mestalla de un relato de ciudad tranquila que se camina, cree la arquitecta y divulgadora Merxe Navarro, acorde con “el tamaño de ciudad que hace que pueda recorrerse a pie en un par de días y que puedas ver espacios que si bien puedes encontrarlos en muchas ciudades, en esta lo puedas recorrer andando e, incluso, con el río Túria como guía de este paseo. El corazón de la ciudad con la Estación del Norte, el Mercado Central y la Lonja, a mediodía puedes recorrer el río y a la tarde hacer un tour por Mestalla sin haber tenido que coger un Cabify”. Considera Navarro que “si esto no fuese así, y el estadio se trasladase a la nueva ubicación, lo más probable es que estas cifras de turistas en el estadio disminuyeran considerablemente”.
La periodista y editora del medio arquitectónico Flat, Clara Sáez, recalca la importancia de no ser una atracción replicable. “Mestalla, con esa verticalidad tan imponente que siempre destacan los arquitectos que hablan sobre su estructura, es de esos viejos estadios que nada tienen que ver con los que ahora se construyen, espectaculares en sus dimensiones y todos bastante parecidos. Quizá esa ‘antigüedad’ sea lo que lo coloca entre los lugares más visitados de Valencia”. Porque “más allá del interés por el fútbol como deporte, la importancia de los estadios como sitios socioculturales, en este caso de Mestalla, está en la capacidad de generar procesos de identificación y activar emociones en ese espacio antes, durante y después de un encuentro. Es el lugar que simboliza los antagonismos y las identidades colectivas, hay mucha energía y mucho ritual ahí (…) Más allá de ‘las nenis’ de Rafa Lahuerta en los viernes de Mérito de los años noventa, con los bares en torno al estadio repletos de cazadoras Levis con borreguito y de cubalitros. Y más allá también de los recuerdos del pintor Juan Genovés, quien desde el balcón de su casa familiar veía la mitad del campo y se aficionó así al fútbol, pero desde donde también pudo ver los fusilamientos durante la Guerra Civil en Mestalla, que tanto le impresionaron cuando era un niño e iban a condicionar su vida y su (maravilloso) arte. Más allá de todo eso, que va formando capas de significado espacial, casi todo el mundo tiene vivencias vinculadas, de un modo u otro, a este lugar. Así se hacen las ciudades”.
Víctima de la adicción de los primeros 2.000 por la obra nueva frente a la rehabilitación, el estadio padece el desdén generalizado de una ciudad que lo da por amortizado, en uno de los escasos ejemplos en los que no es el volumen de visitantes a quien configura la toma de decisiones de la urbe.
“Aunque no seas aficionado al fútbol -concluye Merxe Navarro-, una tarde en Mestalla es algo que no habría de dejar de hacerse al menos una vez en la vida”.