Hoy es 15 de octubre
VALÈNCIA. Estos meses de pandemia han tenido días sombríos, días de angustia y días de mierda. Pero en los últimos días se ha abierto una ventana que ha llenado mi vida de luz. La semana pasada recibí el aguijonazo de Janssen, que, al menos en mi caso, llenó mis venas de optimismo, de la sensación de haberme pasado al fin la dichosa pantalla. Y esta semana, ahora sí, pude retomar la costumbre de viajar a Formentera a mediados o finales de junio. Y aquí, en la isla, la verdad es que se ve la vida de otro color.
En la pequeña de las Pitiusas no hay mucho que hacer. Pero sí todo lo que quieres hacer. Playa y chiringuitos. Tomar el sol, comer y beber. El primer día, nada más llegar, acudimos raudos, pasadas las tres, a uno de esos restaurantes a los que les tienes ganas, uno de esos sitios que traes apuntados en tu lista hedonista. En Sa Platgeta comimos un bogavante al ajillo, vimos a uno de los protagonistas de ‘Reyes de la noche’ y brindamos por la vida y quién sabe si por el ocaso de la pandemia.
Pero a mí hay otra actividad que me encanta hacer en Formentera, y es salir a correr al amanecer. Vencer a la pereza, saltar de la cama, atarte las zapatillas y salir al bosque a correr mientras despunta el sol al que luego, rendido, te entregarás encima de un pareo.
Siempre es estimulante correr por nuevos escenarios. Yo, si la planta del pie me lo permite, casi siempre aprovecho los viajes, sean a donde sean, para correr. Disfrutar de la oportunidad de poder trotar por sitios nuevos. Y, de paso, perder de vista el río, donde llevo corriendo desde que el Turia aún partía la ciudad en dos hace más de 35 años.
El río lo tengo muy visto y hay veces que salgo a rodar y me vuelvo antes de lo deseado por puro aburrimiento. Cuando estoy en un sitio diferente, como en Formentera, por ejemplo, ocurre todo lo contrario. Como todo es nuevo, la mente anda distraída y si la mente está pensando en otra cosa, los kilómetros van cayendo sin darte cuenta.
Hoy no he fallado. A las siete y cuarto salía del chalet mientras mi amigo Diego roncaba como si hubiese un monstruo dentro de una caverna. Luego me he puesto a correr bajo el cielo nublado y he ido buscando el camino que me diera la felicidad. He hecho varios intentos fallidos. Un sendero con una señal de prohibido, otro que acababa enseguida y uno más donde un cartel me ha disuadido: ‘Peligro. Abejas’.
El cuarto ha sido el bueno, que me ha llevado hasta la playa de Migjorn por un rompepiernas que serpenteaba entre una pinada polvorienta por donde correteaban también las lagartijas ibicencas. Luego he llegado al mar y he hecho una parada para deleitarme con la paleta de azules que ofrecía la cara sur de la isla. Después he emprendido el camino de regreso, he cruzado al otro lado, a la orilla del norte, y he seguido trotando junto a los viejos embarcaderos de Es Caló y Ses Platgetes.
Otros años he corrido por la Mola, cuesta arriba, cuesta abajo. O camino del faro, por una carretera sin media curva, directa al acantilado que rompe imponente hacia el mar. Y allí, entre muros de piedra e higueras apuntaladas con estacas, corrías mientras los erizos se jugaban la vida cruzando el asfalto.
Ahora escribo. No me atrevo a decir que es trabajo. Porque estar sentado entre los pinos, escuchando el canto de los pájaros mientras espero a que vuelvan mis amigos de desayunar y me traigan un bocadillo de sobrasada del terreno y queso, la verdad, no sé si se puede llamar trabajar. Porque la vida a veces se enreda pero luego, un día, de repente, estás vacunado y corres por senderos de tierra, al amanecer, rodeado de naturaleza hacia playas de ensueño, con una sensación de felicidad tan grande que te permite hasta recuperar la fe en el mundo.