VALÈNCIA. Hace unos años, cuando deportes como el fútbol americano, el baloncesto o el tenis habían integrado la tecnología como herramienta de ayuda a los árbitros para solucionar dudas y resolver conflictos, el fútbol se mantenía anclado en sus viejas tradiciones, remiso a plegarse a la tecnificación de un juego cuyo encanto, se decía, residía en su imperfección. Cierto es que, en un mundo en el que los valores que nos enseña la sociedad actual tienen que ver con la búsqueda de la perfección (ser los mejores en lo que hacemos, ganar más dinero que el de al lado o tener el cuerpo más moldeado), la apuesta por el romanticismo del fútbol tenía su encanto. La asunción del error del juez como parte del juego lo hacía mucho más divertido e imprevisible, al fin y al cabo, la razón última por la que el fútbol no se parece a ningún otro deporte.
Pero pensar que el fútbol de élite, profesionalizado hasta el paroxismo y dominado por el dinero, conserva un elemento romántico en el mundo en el que vivimos es como creer que los niños vienen de París o que los Reyes Magos existen. Hace dos años, con motivo del Mundial de fútbol disputado en Rusia, apareció en nuestras vidas el VAR, acrónimo de Video Assistant Referee, que ha provocado tantos chistes en español por su homofonía con el lugar más frecuentado por nuestros paisanos. El VAR entró en nuestra rutina sin saber muy bien cómo funcionaba, pero prometiéndonos un futuro en el que se acabarían las injusticias arbitrales y en el que los equipos grandes dejarían de verse favorecidos de manera sistemática por los colegiados. Porque el VAR, como un superhéroe de cómic, había llegado para impartir justicia.
La cotidianeidad que ha traído la implantación del VAR en la liga española esta temporada nos ha desvelado la cara oculta de este arbitraje televisivo. Las cosas han cambiado poco, pero la polémica se ha trasladado de foco. Antes se apuntaba al árbitro, su ineptitud, su ceguera o, incluso, su parcialidad, cuando se cometía una injusticia sobre el terreno de juego. Ahora es el VAR el culpable, porque no se aplica cuando se debe o no se consulta cuando parece razonable.
A mediados del siglo pasado, el escritor estadounidense Philip K. Dick publicó decenas de relatos y novelas en ciencia-ficción en las que describía sociedades distópicas, o directamente ucrónicas, en las cuales las máquinas intentaban ayudar al hombre a conseguir mayor grado de felicidad. Así, los precogs de ‘El informe de la minoría’, la máquina para recrear una vida simulada de ‘Exhibit Piece’ o los replicantes de ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’ son brillantes ideas que se transforman en pesadillas por su mal funcionamiento o sus implicaciones metafísicas. Paranoico, adicto a las anfetaminas y estajanovista de la escritura, Dick construyó en sus relatos un futuro que, de alguna manera, se parece bastante a nuestro presente, en el que las mejoras tecnológicas y el progreso no solo no hacen más feliz la existencia, sino que generan más injusticia e indefensión.
Con el VAR ocurre lo mismo que con los mundos imaginados por Philip K. Dick. Su oscurantismo (nadie sabe realmente cómo funciona), su vacío de responsabilidad (nunca sabemos si un error se debe a la inacción del aparatejo o a la inhibición del árbitro) y hasta su propio concepto (dónde empieza y dónde acaba una jugada analizable por el VAR) hacen que sea un instrumento que solo ha provocado caos y más polémica, en lugar de justicia y equidad.