VALÈNCIA. Vicente Ordaz – te quiero, hermano-, Nacho Cotino, Manolo Montalt, Diego Picó y Rafa Villarejo entre otros, buenos amigos y a la sazón, compañeros, despertaron en este humilde columnista un sentimiento dormido en cualquier hincha, el que se anida por otro club que no es el tuyo, a base de sobredosis de cariño, tradición, valores y afición de un club que no era mi Atlético de Madrid. Dicen que se puede cambiar de trabajo, de vida o de pareja sin problema, pero jamás se puede cambiar el amor por tu equipo. El mío por el Atleti es eterno, pero en aquella época irrepetible de la guardia pretoriana de Rafa Benítez pude descubrir, en primera persona, que sí se puede sentir cariño, adhesión y empatía por unos colores ajenos. Ellos me enseñaron, con clases prácticas, que la afición del Valencia no era la peor de España, sino la más incomprendida; que Mestalla no cantaba vete ya por capricho y sin motivo; y que en la vida, como en el fútbol, como en el periodismo, pesa más la realidad tozuda que el prejuicio gratis. Fui, soy y seré del Atleti. Y sentí, siento y sentiré cariño por el Valencia CF, porque para sorpresa de algunos y para disgusto de otros, no es incompatible. Por unos buenos amigos, por unos buenos ratos, por unas experiencias vitales únicas y por tantos ejemplos por los que podría escribir cien artículos más, tengo mi equipo y siento cariño hacia otro. Quizá por porque he vivido en mi propia carne el reflejo de la injusticia, del prejuicio, de la maldad e incluso de la leyenda urbana sobre mi equipo, me veo tentado a escribir, desde un corazón colchonero, sobre una afición, la ché, con la que empatizo, una que exige porque paga y merece porque se entrega.
Escribir significa meterse en problemas. Gajes del oficio. Puedo relatar, en primera persona, miles de furibundos ataques de hinchas valencianistas que, al calor de las redes sociales, me han insultado o vituperado por un artículo, una opinión o comentario desafortunado durante un partido. No es plato de gusto. También lo es recibir jarabe de palo gratuito por informar sobre hechos probados, por opinar algo impopular o por no ocultar que siendo mal periodista soy buen colchonero. Tampoco es agradable sentir que alguien se irrita por tener la suerte de escribir y colaborar en diferentes medios valencianos que, lejos de pedirme militancia y carné, me han ofrecido tribuna y libertad. Complicado de conseguir en una ciudad donde el periodismo vive atrincherado, donde es profesión de riesgo y donde vivir el día a día de un club con tendencia a la autodestrucción no es un crucero de placer. Si eres periodista en Valencia o escribes del club, te nace piel de elefante. En una ciudad con diferentes aristas e intereses periodísticos, estos años he tenido la fortuna de tener relaciones profesionales y personales con gente como Héctor Gómez, Vicente Fuster, Domingo Ortiz, Roberto Martín-Macho, Fran Guaita, Paco Polit, Julio Insa, Jesús Bernal, Esther Collado, Carmen Calvo o Mario Selma, gente que, más allá de filias y fobias, abrazos o palos, colores o calores, cariños o broncas, han contribuido a hacerme sentir un auténtico privilegiado, porque siempre han preferido la verdad al halago permanente. Y precisamente por esa mezcla explosiva de críticas y afectos, justos o injustos, me siento obligado a trasladar al prójimo, en estas líneas, la herencia y cariño que recibí y recibo de todos y cada uno de ellos. Cómo no sentirlo.
Cómo no sentir cercanía con todos los que, como en el caso de mi querido Atleti, tuvieron la gloria europea a escasos centímetros, viendo cómo se les escapaba, como el humo de un cigarro entre los dedos, para ser todo cuello en la derrota y sentirse orgullosos de ser quienes eran. Cómo no sentir rechazo hacia los que, desde un profundo desconocimiento, se burlan de la grandeza doméstica y europea de un club que ha gestado su gloria coleccionando Supercopas, Recopas, UEFAS, Copas de Feria, Ligas y Copas. Cómo maldecir a la afición del Valencia CF, cuando soportaron estoicamente unos años de plomo en los que los que mandaban confundieron servir al Valencia con servirse del Valencia. Cómo no respetar a una hinchada que, después de años de cruentas guerras por el poder, se puso en fila de a uno para pelear, acertada o equivocadamente, para que su sentimiento pudiera sobrevivir. Cómo no sentir empatía por gentes que, cuando su amor corría peligro de ser sepultado por una deuda monstruosa, arroparon al equipo cada domingo. Cómo no respetar a aficionados que, teniendo que elegir entre susto (Peter Lim) o muerte (desaparición), se echaron a la calle para reclamar que esa camiseta sagrada se manchase de sangre y sudor, pero nunca de vergüenza. Cómo no poner la cara para que te la partan desde Madrid o desde algún plató cuando algún descerebrado se llena la boca para faltarle al respeto a una afición que tachan como la peor de España cuando basta asomarse a la Avenida de Suecia para descubrir sobredosis de alta fidelidad a su sentimiento.
Cómo no sentir admiración cuando, en una temporada durísima, después del terremoto en la escala 7.5 de Singapur del despido de Mateu y Marcelino, el aficionado sigue pagando su abono, juegue quien juegue, entrene quien entrene y compre las acciones quien las compre. Cómo no sentir algo de felicidad cuando, si mi Atleti no pudo levantar la Copa del Rey, lo pudo hacer el equipo que hace felices a decenas de personas que aprecio y llevaban once años esperando un momento mágico. Y cómo no sentirte identificado con una afición que, aún no siendo la tuya, a sabiendas de que el equipo está herido y que la duda se ha instalado en el club, se ha volcado en una invasión masiva, desplazando a unos 2.400 hinchas hasta Milán, al estadio maldito de San Siro, en el duelo ante la Atalanta. Uno es periodista. Luego, es del Atleti. Y de propina, siente sincero afecto por una afición maltratada por sistema, cuando su único crimen consiste en ser irracionalmente volcánica y fiel.