Opinión

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La derrota de Jorge Alarte

VALENCIA. A la Secretaría General del PSPV-PSOE llegó Jorge Alarte en 2008 bajo dos premisas que teóricamente le definían: su apuesta decidida por el cambio y su compromiso firme de ganar las elecciones. En cuanto a los cambios ya hemos podido hacernos una idea de cuál era su intencionalidad real, su alcance y su longitud de onda. Y sobre la cuestión electoral, pues no es preciso hacer grandes especulaciones porque los números son suficientemente elocuentes

Había una tercera premisa que se ha esfumado junto a las demás y que servía precisamente para darles crédito: su promesa de abandonar si era incapaz de lograr un cambio en la Generalitat. Si habiendo perdido de este modo las elecciones llegase Alarte a ejercer como portavoz de la oposición, sería un poco extraño oirle exigir culpas y responsabilidades a un Partido Popular al que no se le deben perdonar aun habiéndolas ganado.

Hace unas semanas los responsables de la central de Fukushima intentaron hacer creer a los japoneses que la gravedad objetiva del tsunami hacía ya superfluo incidir sobre los defectos acumulados de su gestión a cargo de la seguridad nuclear. Pero el maremoto, además de contribuir a la tragedia, puso también de manifiesto que la central incumplía ya los requisitos más elementales de seguridad.

Desde el punto de vista del análisis es sencillamente una arbitrariedad intragable dar por supuesto que el hundimiento demoscópico de Zapatero es incompatible con que Alarte haya hecho las cosas mal o muy mal.

Sea lo que fuere lo que haya hundido al socialismo español en una de sus crisis electorales más profundas, parece claro que Jorge Alarte no representa algo mucho más prometedor en cuanto a su capacidad de plantear alternativas y soluciones. De hecho hoy pienso que presentado en sustitución de ZP como candidato a presidente a unas generales podría incluso empeorar nuestras expectativas electorales.

El error básico de Alarte ha sido convertir la sede de Blanquerías en una cámara oscura para que él brille. En ese entorno, diseñado a la medida de su vanidad, de sus limitaciones y sus inseguridades, se ha acostumbrado a figurar como un político rutilante. Pero de puertas afuera esa táctica ha hecho de él un hombre invisible e insignificante, como si su imagen pública fuese una proyección de su spot cinematográfico a la luz del día en plena calle.

Desde el punto de vista del mensaje su oferta no ha podido ser más pobre y decepcionante, limitándose a ofrecer a la ciudadanía poca cosa más que su maximalismo y su autocomplacencia moral. El registro de Alarte es igual de inoperante en la seducción de los moderados como de los radicales. No es solvente en lo racional, ni efectivo en lo irracional porque carece tanto de rigor intelectual como de tirón populista.

Por más que su deseo de impunidad le lleve a defender la teoría de que este resultado no le mide a él, Alarte sigue siendo quién con más energía, ahínco y convicción ha trabajado día a día -desde hace tanto tiempo- en la preparación de su derrota.

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