Extremo de los de antes, de regate eléctrico, de rizar el rizo en el quiebro y centrar para la gloria de otros, acabo dominando también la suerte de la entrada propia en diagonal, abriendo un nuevo camino para la preocupación de los defensas a los que se enfrentaba...
VALENCIA. Fue famoso antes de llegar a los focos. Jugando en el Levante, y llamándose Vicentín, saltó a la primera plana por tener la cláusula de rescisión más alta del mercado, 30.000 millones de pesetas, en una más de aquel presidente granota con dotes de peculiaridad, por ser benévolo en el adjetivo, e irreverente verborrea llamado Pedro Villarroel. No valía tanto, nadie lo vale, pero tampoco andaban desencaminados.
Cuentan que lo seguían desde siempre y su fichaje fue cosa de los directivos de arriba, llegando al lugar que siempre había soñado, Mestalla. Sus fotos lo delataban, vestido de blanco y con un balón entre las piernas, esas que todos tenemos, positivando nuestros deseos de infantes y que solo unos pocos, como él, consiguen.
Vicente fue el último de los románticos del fútbol. Ya no se hacen tipos como él, que parecía recién salido de una era, solares de tierra, cuando existían. Extremo de los de antes, de regate eléctrico, de rizar el rizo en el quiebro y centrar para la gloria de otros, acabo dominando también la suerte de la entrada propia en diagonal, abriendo un nuevo camino para la preocupación de los defensas a los que se enfrentaba. Estaba destinado a hacer historia a todos los niveles, tanto de club como de selección. Nadie lució mejor que él la camiseta con el número 10 de la Selección cuando no era tan fácil lucir esa casaca.
Y el mejor Valencia de la historia se forjó con sus galopadas y con sus recortes. Con sus descaros y con sus desplantes. Porque todos saben que, aunque el gol está en el centro, las porterías se abren desde los extremos. Y a ese Valencia se le paró el reloj del éxito cuando en Bremen, tierra de artistas, se cargaron la batuta de aquel chaval de barrio destinado a repartir felicidad y orgullo valencianista. La dualidad talento más músculo, personificado en Albelda, se rompió aquella noche sin que ninguno de los que lo vivimos acertáramos a vislumbrar el tamaño de la tragedia.
Y después, el destierro. El ser humano es capaz de matar a sus ídolos, con la bruja intención de vampirizar su espíritu o por el despecho de ver rota la felicidad por quien precisamente la creaba con sus actos. Y Vicente, prestidigitador de felicidad, sufrió en sus carnes a la masa que quiere diversión gracias al artista, al deportista, sin importarle entornos, peculiaridades ni sufrimientos interiores. Quien bien te quiere, te querrá pegar, por ser romántico en el descaro de exhibir impunidad bajo el manto de la noche y la postiza valentía de los excesos.
El resto, es historia. Nunca volvió del todo. Ni tan siquiera en Inglaterra, libre de dedos acusadores y micrófonos envenenados. Ahora vuelve, de la mano de García Pitarch, para formar parte de la secretaría técnica. Dicen que tiene el mismo talento para detectar jugadores como precisión en su pierna izquierda. Si esto se confirma, ha venido para darle cuerda al reloj, parado desde aquella noche de San Miguel en Bremen. Viene a acabar su obra, incompleta por aquel maltrecho tobillo. Viene a hacernos felices, otra vez.