VALÈNCIA. Hace una semanas leí en un hilo de Twitter la maravillosa historia de Ramón, un valencianista de Gijón que, en marzo de 2008, vio con su tío el partido de vuelta de los octavos de final de la Liga de Campeones en plena calle, de pie ante una tienda de electrodomésticos, porque en todos los bares de la ciudad emitían el encuentro que a la misma hora jugaba el Barça en la misma competición. La imagen de Ramón y su tío, ateridos por el frío mirando un partido (que además acabó con empate a cero y la famosa tangana comandada por David Navarro) en la noche solitaria de Gijón, es algo que solo pueden entender quienes viven su pasión por el Valencia desde la distancia. Ser del Valencia y vivir lejos de la Comunidad Valenciana es un ejercicio de heroísmo, una prueba de supervivencia solo al alcance de aquellos que viven su pasión como una adhesión inquebrantable.
Unos días después, tomé un par de cervezas en una taberna valenciana de Barcelona con mi amigo José Luis Bru, una sana costumbre que mantenemos desde hace años. José Luis, valenciano criado en Barcelona, es de esos valencianistas que ha crecido rodeado de minas blaugranas, que ha resistido en un ambiente hostil, el del nacionalbarcelonismo, hasta la aparición de las redes sociales, cuando la sensación de estar solo ante el peligro, de ser un bicho raro, se atenuó al entrar en contacto con gente con la que compartía alegrías y sufrimientos derivados del fútbol, aunque vivieran a cientos o miles de kilómetros de distancia. José Luis me relataba alguno de sus traumas infantiles y juveniles, que tenían que ver con su rareza futbolera, del día que vivió en el Camp Nou el “rivaldazo” y quiso morirse, mucho más que los miles de valencianistas que lo vimos por televisión. Pero también de cómo Twitter le permitió darse cuenta de que no estaba tan solo como pensaba, al menos de forma virtul.
Gritar un gol de tu equipo cuando juega contra el equipo de la ciudad en la que vives, mientras el resto del vecindario jalea los tantos del rival y crea una especie de ambiente de fantasmas invisibles pero audibles; acudir a ver al Valencia en el estadio del equipo local y reprimir las protestas o las manifestaciones de júbilo por miedo a ser recriminado; ver las televisiones locales y comprender que es mucho más importante para ellos cualquier estupidez relacionada con su equipo que la gesta del día anterior del Valencia, no tener a nadie con quien celebrar un título o, como le pasaba a Ramón, buscar un bar para ver a tu equipo y encontrar que en todas las televisiones emiten partidos que te parecen intrascendentes. Estas son algunas de las manifestaciones de la soledad del aficionado en la distancia.
Yo soy un aficionado valencianista en la distancia de broma, al lado de Ramón y José Luis. A pesar de haber vivido este exilio voluntario en tiempos difíciles (en siete años, cero títulos y ni atisbo de estar cerca de ellos), mi colección de anécdotas se limita a pasar una hora buscando por el Barri Gòtic un bar en el que retransmitieran un partido de la Copa de la UEFA y a ser increpado e insultado por un energúmeno en un palco de empresa de Cornellà-El Prat por celebrar, con más contención que efusividad, un gol de Roberto Soldado que parecía darnos un triunfo que Víctor Ruiz se encargó de fastidiarnos en la jugada siguiente. Pero he entendido en este tiempo que vivir en campo contrario te hace formar parte de una especie de sociedad secreta, lo más parecido a una clandestinidad militante, cuyo nexo de unión es una camiseta o un escudo, en la que sus miembros se reconocen de la manera más diversa (un gesto, un objeto con los colores de tu equipo) y que, de alguna manera, permite que te sientas menos solo.
Es cierto que la distancia brinda una perspectiva diferente sobre las cosas, que no es lo mismo ser del Valencia viviendo en la Comunidad Valenciana que fuera de ella. Desde lejos, los debates sobre Parejo, la inclusión de Kangin Lee en las alineaciones o las entradas de los aficionados rivales son temas superfluos, problemas del primer mundo valencianista. Y es que vivir en campo contrario te hace un experto en defender, no a enredarte en cosas que tienen una importancia relativa.