VALÈNCIA. La extrañeza de una pretemporada que viene tras una temporada acabada en alto. Un proyecto en línea estable. Pocos escándalos en el horizonte. Por mucho que reluzca la tentación de ser revolucionarios de salón (muchos nos guardamos las agallas para pedir fichajes desde el sofá), el Valencia necesita un verano de aburrimiento, de continuidad, de solidificar. Por mucho que la vanguardia fiscal lo simplifique todo a la medianía de los vallejos frente al relumbrón de los Fekir, inmovilizar a plantilla y cuerpo técnico es la mayor ventaja competitiva de un grupo que necesita asentar su método para enriquecer sus alternativas.
Las dramatizaciones de julio y agosto son brisillas al pasar, como un rito social en el que entran en juego las expectativas y el sopor. En cambio, la conversación se antoja más previsible. ¿Qué opina vuestro entorno de este Valencia?, ¿qué le pide?
Todos tendemos a arrogarnos la capacidad del sentimiento ajeno. O más allá, creemos palpar en el resto justa y casualmente lo mismo que nos gustaría que sintieran. Pero frente a los escasos conatos que preferirían que el Valencia se hubiera vuelto muy loco entrando en el mercado a machetazo limpio, mi entorno burbuja de domingueros y opinólogos tienen la sensación de seguridad y confianza en el grupo, la expectativa ante su madurez, el regusto de que por fin hay un plan y unos ejecutores que -con sus vicios y taras- lo interpretan razonablemente, el miedo atávico de ver qué ocurre si rivales directos también funcionan, la ilusión de esperar qué puede suceder si a un bloque sólido se le añaden individualidades desbocadas, la mirada de poder ganar nuevos recursos con un delantero como Maxi que remate y abra espacios (ojalá no se tatue ningún murciélago en la pierna).
Al mismo tiempo, la tranquilidad de dar una confianza que no es gratuita ni sinónimo de permisividad. Más bien toda una sugerencia: ‘aprovechad esta oportunidad’. Llegó el momento de la evolución del marcelinismo. Pocas veces un entrenador tuvo un entorno tan volcado a su favor.