VALÈNCIA. El rugido. El sonido cuando, al borde de la tragedia (y no se trata de una hipérbole, eh), un italiano del arrabal de la plantilla hace paaam y, aunque nadie cambie, todo se transforma.
Lo que ocurrió el domingo en Mestalla, casi a la hora de comer, fue un verdadero tortazo de realidad, nos puso en nuestro sitio, esa milésima de segundo en la que Piccini impacta y sabemos que será gol, esa milésima en la que, frente a tanto minimi, prevalece lo que de verdad importa, lo que trasciende.
El grito desde las mismas entrañas, el ruido puro frente al estruendo de las vísceras. Ni medidor de sonido ni pamplinas, ese grito. Quien blasfemaba hace un segundo, experimentando la plenitud del suspiro. Quien estaba quebrado por un equipo incapaz de imponerse, de repente erguido por la suerte del 93. La admiración por quienes, sin solución de continuidad, transitaron en apenas dos minutos de la desazón a la alegría más emotiva y justo después a la protesta, banderita o pañuelo en mano; no era un gesto contra el equipo o sus dirigentes, sino frente a uno mismo, buscando coherencia en la perplejidad, queriendo resistirse a una bipolaridad tan loca.
El sentido de todo, ingenuos de nosotros, es precisamente ese gol de Piccini en el 93.
Sí, gracias por contarnos que ese gol no revierte los problemas severos que arrastra el equipo, voluntarioso pero impotente en casi todos los tramos de un partido. Pero y qué, lo importante es ese gol de Piccini en el 93.
Sí, que ese gol no debe cambiar la opinión sobre el entrenador Marcelino, tan eufórico que fue su manera de mostrarnos en abierto la desesperación a cuestas. Pero y qué, lo importante es ese gol de Piccini en el 93.
Sí, que ese gol era frente al Huesca y justo poco antes pudieron hacer el 1-2 o cobrarse un penalti. La humillación de verse tan frágiles frente al colista, nos decís. Pero y qué, lo que importa es ese gol de Piccini en el 93.
Mientras unos cuantos seguís absortos por la evidencia de los motivos para la preocupación, el resto nos deleitamos de la complementariedad de ver que el grupo sigue delicado, pero gozando de un gol que solo se presenta en contadas ocasiones.
Estallido de absoluta felicidad, grita el narrador de la tele en una de las decenas de veces que hemos visto la repetición. Se trataba justo de eso, de un enorme fogonazo de emoción sin importar el resto. Incluso son muy laterales las explicaciones escénicas. Que si la celebración muestra a un grupo unido y con voluntad de revertir la temporada… Sí, lo hace, y es una pequeña buena señal, pero no hay que envolver con esas menudencias el gol de Piccini en el 93.
Porque ese gol es un antídoto frente a tanta insatisfacción camuflada de exigencia. Ese rugido es una de las cosas por las que la temporada valdrá la pena. El abrazo con el desconocido, la mirada cómplice. Una adrenalina con la que ni la mejor montaña rusa puede competir. Mestalla embadurnado de la tonalidad del sol de invierno, gritando el golpeo eficaz de un tal Piccini. Una representación inigualable.
Cuando alguien venga de nuevas habría que ponerle el gol en bucle. Sí, fue contra el Huesca, ¿y qué? Un recordatorio sobre de qué iba todo esto.