VALÈNCIA. En junio de 1985, yo era un chaval de 22 años que creía que la poesía era un arma cargada de futuro. En la facultad había aprendido a amar las rimas, el ritmo, los encabalgamientos y hasta el verso libre, lo había utilizado como un instrumento de conquista -leyendo a mis eventuales amantes poemas de Góngora o Rimbaud- e incluso me había convertido en un admirador de los poetas de la generación del 50, ese grupo de vates desarraigados que había comenzado a escribir durante el franquismo más sanguinario y mantenía su voz viva treinta años más tarde. Al mismo tiempo, aunque parezca contradictorio, era un irredento seguidor del Valencia, pese que, solo unos años antes, muchos de mis amigos (o así creía yo que lo eran), habían abandonado la fe valencianista, bien impelidos por la deriva anticatalanista de los rectores de la entidad, bien por aquella absurda idea que proclamaba que el fútbol era el opio del pueblo y era incompatible con la intelectualidad a la que inocentemente aspirábamos. Pero yo no pude nunca renunciar a mi pasión por el Valencia, por razones que ya explicado muchas veces en artículos, libros y tertulias radiofónicas.
Aquel junio de 1985, un grupo de compañeros de la universidad nos apuntamos como oyentes a un congreso de poesía que se celebraba en el Monasterio de la Rábida, en Huelva. Todos éramos ávidos lectores de Gil de Biedma, Claudio Rodríguez o Ángel González y ellos, y muchos otros coetáneos, iban a estar presentes en el congreso, lo que nos regalaba la oportunidad de conocerlos y, con un poco de suerte, charlar con ellos de su obra y su visión del mundo. Así éramos, qué se le va a hacer. Fuimos en tren, en un viaje con aroma a paso del ecuador, lleno de alcohol y de situaciones que ahora me parecen patéticas, y llegamos a Huelva después de un largo trayecto.
En el congreso nos comportábamos como lo que éramos, unos mocosos que compaginaban las sesiones del evento con eternas noches de alcohol y risas. Las noches, además, eran un excelente momento para pillar a nuestros poetas favoritos más relajados que en las ponencias de cariz universitario en las que ocupaban los días. La generación del 50 era muy bebedora, supongo que porque el alcohol ayuda a invocar a las musas y explotar lo que Claudio Rodríguez llamaba “don de la ebriedad”. En aquellas noches de endecasílabos mojados en ginebra, ron y whisky, charlé con algunos de aquellos tipos que eligieron refugiarse en el lenguaje y en sus propios fantasmas para huir de la dictadura.
Recuerdo haber hablado una de esas noches con Francisco Brines, Paco para todos los que lo conocían, aunque fuera de vista. Lo recuerdo porque la conversación derivó hacia el fútbol de una manera natural. El Valencia se coló en nuestra charla sobre poesía porque ambos sentíamos que, si la poesía era importante, el fútbol lo era tanto o más. Paco me contó que era un incondicional de Mestalla y, de alguna manera, me transmitió un sutil pesimismo, casi resignado, por el futuro del Valencia. El equipo venía que haberse salvado milagrosamente del descenso dos años antes y el futuro no parecía muy esperanzador. El alcohol ha borrado de mi cerebro, entre otras muchas cosas, los detalles de aquella conversación, pero conservo la sensación de que, aunque bajara a segunda división, él no faltaría a su cita en Mestalla.
Volví a ver a Paco Brines dos o tres veces, camino de Mestalla, en los siguientes 30 años y nos saludamos sin detenernos, supongo que porque él no me reconoció, algo muy comprensible. Esta semana le han concedido el Premio Cervantes a un valencianista que ha vivido en Mestalla media vida de este club y que, como escribió en uno de sus versos más célebres, nunca desdeñó las pasiones vulgares.