VALÈNCIA. Renato Cesarini fue un interior derecha de gran clase que desarrolló su carrera deportiva en los años treinta, a caballo entre Italia, el país en el que nació, y Argentina, la tierra en la que se crio. Los que lo vieron jugar y escribieron sobre él lo describen como un futbolista con llegada al área, fuerte y con muy bien dominio de balón, que aparecía en segunda línea para anotar goles para su equipo. Tras debutar en Chacarita Juniors, emigró a Italia a principios de la década de los treinta para enrolarse en la Juventus, un equipo entonces secundario en un campeonato italiano que dominaban Genoa, Bologna e Inter. Junto con futbolistas como Raimundo Orsi o Giovanni Ferrari, Cesarini contribuyó a escribir la primera página brillante en el libro de honor del club turinés, al ganar durante cinco años consecutivos el título liguero, lo que se conoció como “Il Quinquenio d'Oro”. Su juego también le valió la internacionalidad con la selección neroazzurra y, en un partido de la extinta Copa de la Europa Central, consiguió el gol de la victoria contra Hungría en el último minuto del encuentro que significó el triunfo italiano por 3-2. Fue el primero de los muchos goles que Cesarini anotó en los postreros instantes de los partidos, que lo convertirían en un especialista en ese momento mágico del juego en el que el partido toca a su fin y puede voltearse con un lance inesperado. Cesarini contaba que jugaba con reloj, algo que favorecían las camisetas de manga larga de la época, y estaba pendiente de su muñeca para, cuando llegaran los cinco minutos finales del partido, sumarse al ataque de su equipo en busca del tanto definitivo. Su empeño fue tal y con tan buenos resultados, que su fama de goleador crepuscular acabó acuñando una expresión: la zona Cesarini.
La zona Cesarini se ha instalado en Mestalla en la portería del Gol Sur de forma inesperada. Ha aparecido, de repente, para rescatar a un equipo extraviado en los últimos tiempos a la hora de cerrar los partidos. Se inauguró con una remontada del Real Madrid que bajó a los más optimistas de esa nube de algodón de azúcar en la que estaba instalados soñando con títulos y olvidando las tropelías de Lim y sus sicarios y, a modo de venganza, se ha hecho fuerte en los últimos partidos de casa a favor del Valencia, cuando se mira el reloj, ya no en la muñeca del centrocampista italoargentino, se aprietan los dientes y se apela a la revuelta imposible.
La Zona Cesarini de Mestalla la ha construido un equipo agónico, fruto de los tiempos que le ha tocado vivir. Cuando, a comienzos de la temporada pasada, los saqueadores de Singapur decidieron dejar de disimular y emprendieron el desmantelamiento del área deportiva del club que siempre ha estado en sus planes para exprimir hasta el último euro del patrimonio del club, muchos pensamos en que el Valencia estaba condenado al descenso, como primer paso, y a la desaparición, como estación término del proceso. La ausencia de refuerzos, la sensación de que a los dirigentes (si se puede llamar así a unos tipos solo preocupados de beber y censurar) el porvenir del club les interesaba menos que la calidad de la cerveza en el Bar La Deportiva y el intento de deserción del entrenador, Javi Gracia, presagiaron una catástrofe inminente. Sin embargo, el equipo sobrevivió a todas las zancadillas que le ponían desde el propio club y salvó la categoría con cierta solvencia pero con una base agónica, la que le hizo sumar puntos improbables en lugares donde no estaba destinado a conquistarlos.
Este año, con Bordalás al mando, la agonía continúa, sobre todo desde que el técnico se ha dado cuenta de lo que muchos sospechábamos: que tiene un equipo muy justito para mantenerse en primera. De nuevo ha tocado recurrir a ese perfil agonístico que siempre ha tenido el club, incluso en sus épocas más críticas (cuando bajó a segunda, cuando estuvo a punto de sucumbir a la quiebra), que le hace sobrevivir, cual gato con siete vidas, a penurias que otros no soportarían. Y esa agonía tiene forma de goles en el tiempo suplementario para empatar partidos a la hora en la que Cesarini miraba su reloj.