VALÈNCIA. Me inquieta -aunque no conozco el remedio- que la infinita duda estructural sobre qué será del Valencia se lleve por delante los microinstantes. Por ejemplo, una nueva lucha por la Copa, que en este tiempo gris es el gran asidero con el que el club demuestra que la camiseta que lleva ahora es demasiado estrecha para su esqueleto.
Hay nuevas oleadas generacionales que necesitan alimentar su valencianismo de pequeños momentos (como este partido ante el Athletic), que por un contexto imposible acaban convertidos en trámites menores.
Pero todavía más inquietante que eso resulta que momentos esporádicos puedan ser tomados como puntos de inflexión infinitos. De Arabia a Gijón. Llevamos unos cuantos meses (en unos cuantos años) en los que el Valencia está a punto de, al borde de, cerca de, a solo un poco de… Partidos oasis que supuestamente deben servir para ser un revulsivo anímico, el impulso definitivo para cambiar el rumbo.
La Copa debería ser tomada como el posible impulso de una temporada entre insulsa y peligrosa. Pero, no nos engañemos, ya no se disputa nada de eso. El Valencia se amolda a sus propias expectativas y partidos como el del Almería forman parte más de la norma que de la excepción. Ojalá un paso a semifinales pudiera tomarse como una prueba de que el club avanza, pero sería solo una demostración de que el club -adiosgracias- respira.
No puede haber ningún punto de inflexión en este trance por el simple hecho de que los frutos que se recogen al peso -cinco victorias en diecisiete partidos- son milimétricamente el modelo que la gestión propone. El Valencia es frágil en el campo porque el modelo que se propone está basado en la fragilidad.
No, por eso esta noche no se juega el rumbo de la temporada ni cómo se decantarán los próximos meses. Se juega algo más relevante: respirar.