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opinión od / OPINIÓN

De espaldas a la realidad

29/06/2021 - 

VALÈNCIA. El futbolista, en términos generales, vive un proceso profesional a la inversa, que le hace perder la perspectiva de las cosas. No digo que todos, pero en su gran mayoría así ocurre, hasta que dejan el fútbol y, varios años más tarde (nunca de inmediato, porque siguen reconociéndolos por ahí), se dan cuenta que poco o nada importan ya y que las muchas puertas que antes se le abrían, ahora ni tan siquiera atienden a la llamada, aunque sea técnico y su cara y nombre siga sonando por los rincones. 

¿Por qué digo “a la inversa”? Muy fácil: lo normal, en todos los trabajos que tienen que ver con la creatividad y el afán de superación, es que el reconocimiento venga tras muchos años de durísimo trabajo, sinsabores, fracasos, experimentaciones fallidas, aciertos sorpresivos, reflexión, maduración, etc. pero en el mundo del fútbol actual se premia la precocidad, la inmediatez sin pausa, el relanzamiento de la novedad por sí misma y sin fundamento, así que al final se usa la juventud no como valor añadido a la calidad y profesionalidad, sino como el único valor real del jugador en cuestión, como si el hecho de ser joven implicase una garantía de beneficio, de éxito, de amortización. Es decir, si con la madurez suelen llegar los reconocimientos sociales y económicos, en el fútbol ocurre esto mismo cuando todavía no tienes muy formada tu identidad humana, cuando todo te sigue sorprendiendo y, en consecuencia, cuando es más fácil meter la pata, ya que careces de perspectiva de la vida. Y cuando digo juventud también incluyo los treinta años, pues hoy en día, a esa edad, todavía podemos considerar que ese umbral vital está dentro del parámetro de lo joven.

El jugador suele ir a golpe de consejo ajeno, y a veces las intenciones de quien aconseja no son del todo nobles, aunque sea un familiar. Pero bueno, eso ya, cada cual, que haga suya la lucha por la verdad y la honestidad. Lo que a mí me atañe es ver cómo el futbolista va moldeando una personalidad cada vez más alejada de la realidad que él mismo había vivido y experimentado hasta hacía poco: la humildad de un hogar, en muchos casos, da paso a una ostentosidad sin mucho control, como si la apariencia comenzara a ser un eje de su propia vida. El futbolista no necesita aparentar su éxito, porque, de algún modo, ya lo tiene y así se lo reconoce la sociedad, pero sobreactúa en este sentido, se dejar llevar por la inseguridad de si su mensaje se está entendiendo bien, y sigue marcando la senda de lo llamativo, de lo excéntrico: un coche, ropa de un tipo o marca, un peinado, tatuajes, conductas extravagantes, fiestas llamativas, etc. Todo solo con el único fin de que se entere el mundo entero de que ahí hay un triunfador (no muy diferente a lo que casi todo el mundo hace en redes sociales, pero sin repercusión, claro). Lo malo es que la inmadurez les lleva a perder de vista que el éxito es todavía más pasajero que el dinero y que sin esfuerzo, recogimiento, reflexión y humildad eso durará poco o nada, ya que comenzará una carrera hacia abajo que resultará imparable, porque su cabeza no estará centrada en su rendimiento (al que solo vincula con el ejercicio físico), sino en cómo amortizar ese mismo rendimiento para algo completamente ajeno: la popularidad. 

Pero, ojo, popularidad no es igual a fama: la primera se basa en la admiración general y generalizada, de un amplio colectivo que suele aplaudir todo lo que el individuo haga. La fama, en cambio, se expone a las críticas, porque todo el mundo conoce al personaje y algunos lo juzgan mal, bien desde la envidia o bien desde el pensamiento crítico, más o menos fundamentado. El futbolista, ya de bien joven (casi niño) persigue la popularidad y poco a poco acaba rehuyendo la fama, porque le cuesta admitir la crítica ¿por qué? Porque su inmadurez personal, propia de la edad, muchas veces le genera una doble disyuntiva: por un lado, se viene abajo al no verse triunfador constante y permanente; por el otro, emerge un sentimiento de rabia general, que le lleva a no asimilar aquello que se le critica, bien sea por parte de un entrenador, del aficionado, de la prensa o de las personas cercanas. Pongamos el ejemplo de Morata, o de Guedes si queremos: fallar goles o tener bajo rendimiento no te da popularidad, pero sí fama, ya que todo el mundo habla de tus desaciertos y esto inquieta a cualquiera, claro. Lo que pasa (y esta es una diferencia grande) es que una actriz, por ejemplo, que va a hacer un espectáculo, no reclama para sí un aplauso solo por el hecho de pagar una entrada, sino que debe salir al escenario y ganárselo y si el espectáculo es malo, entonces se expone a la indiferencia o al abucheo, depende. El futbolista, en cambio, aspira a salir previamente a la palestra, pedir el aplauso del público, pase lo que pase, y si la cosa no sale bien, aplaudan y si la cosa sale fenomenal, aplaudan el doble,  luego recrimino a quienes no vieron con buenos ojos ceder a esas exigencias previas y, de paso, hago que suba mi caché, porque yo arranco aplausos. Es decir, si no me va bien, digo que me siento solo, pero cuando me va muy bien, el mérito es solo mío y de nadie más, por mucho que hable de mis compañeros y toda esa parafernalia expresiva llena de tópicos.

El futbolista teme a la soledad, como cualquier ser humano, pero lo hace, en su período más álgido, solo desde la desconfianza (lógica) y desde la incoherencia: habla de apoyo cuando él mismo es incapaz de apoyar a esos niños y niñas que están en la puerta esperando un pequeño gesto de sus ídolos y, con cierto desprecio, se paran tres minutos en el coche, bajan la ventanilla, atienden forzadamente a la gente y se van, en el mejor de los casos. Yo discrepo con la idea de que un jugador sea ejemplo de nada (me parecen más ejemplares las jugadoras, sinceramente), pero la sociedad lo ve así, a pesar de que sus vidas, en muchos casos, son desordenadas, su creatividad y efusión suele ser efímera y sus resultados irregulares: lo malo es que los jóvenes les ven como referentes, modelos de una actitud frívola y distante, que se basa en el lujo y en la amortización de esa popularidad efervescente, sin ver que el fútbol tiene más miseria conforme vas mirando para abajo y dejas de contemplar a los diez elegidos de turno. Lo malo, como decía, es que esas conductas se transfieren de manera más rápida y seductora que todo lo que la escuela actual intenta implementar en la juventud: cooperación, esfuerzo, respeto, solidaridad, civismo, etc. El futbolista se ampara en el derecho a la intimidad que todas y todos tenemos y en la distancia como refugio de las críticas, pues están acostumbrados a asumir el gran peso de su responsabilidad ¿qué responsabilidad? ¿la opinión pública? Se trata de profesionales muy bien remunerados (pues generan grandes cantidades), que defienden la profesionalidad de un deporte con uñas y dientes; pero esto tiene una contraprestación: la profesionalidad se rige por la efectividad y el resultado obtenido, por tanto, si en tu trabajo no estás haciendo correctamente bien las cosas, el riesgo de que te despidan es alto y no vas a tus compañeros o jefas a decirles que te apoyen, porque te sientes solo, sino que te pones a trabajar más duro. Pero cuando tus resultados son buenos, entonces sí puedes ir a la oficina de los de arriba y exigir más beneficio: eso sí, no cada dos por tres, porque, del mismo modo, si vuelves a bajarlo deberías ser coherente y bajar tus pretensiones o actuales emolumentos. Ahí, el deporte, se convierte en arte y no en profesión. No lo entiendo. 

Resulta incoherente que un futbolista diga que la gente no comprende lo mal que lo pasa uno cuando tiene un fallo garrafal cara a portería: pasa mala tarde hasta el que juega en regional o aficionados, pero luego, cuando llega a su casa, a lo mejor tiene un problema mucho más grave que entonces sí le deja sin dormir, pero de verdad, y no solo un día, ni dos, sino meses en los que se desvela dándole vueltas a la cabeza. Lo que sí está feo son las amenazas y los improperios sin más de gente descerebrada: esto demuestra que los malos ejemplos sociales dan un resultado dimensionado. Por tanto, si en el trato los modelos sociales son despectivos, luego que no nos sorprendan actitudes hostiles que desprecian al prójimo, incomprensiblemente. Damos de comer a la bestia, queramos a no. Así que esa violencia gratuita, cobarde y barata de quienes insultan por redes sociales o por la calle, nunca puede justificarse, ni defenderse, pero sí se puede explicar, en cierto modo, por un conjunto de mil cosas que, habitualmente vemos, y de la que los futbolistas, como cualquier ser humano que se preste, también es partícipe con sus actitudes, sus palabras y sus actos. Con una buena educación de base para unos y otros, esto pasaría mucho menos, sin duda, pero hay gente (y entre ellos muchos de esos futbolistas) que ven en la educación un incordio, un obstáculo. Menos mal que cada día hay más escuelas de fútbol que entienden que lo importante es educar en valores a través de un deporte, más colectivo que individual. Ahora habría que preguntarse por qué esos mismos niños van cambiando su actitud y en base a qué influencias, tan nocivas, lo hacen llenándoles la cabeza de castillos de naipes y haciéndoles creer que nada ni nadie es más importante que ellos.

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