VALÈNCIA. Uno de las consecuencias más terribles del fútbol moderno es la extinción de One Club Man, esa especie que reproduce, con tierna exactitud, el sueño del niño que juega al fútbol en el patio del colegio con la esperanza de hacerlo algún día en el equipo de su ciudad. El nivel de exigencia -económica y deportiva- del fútbol profesional ha convertido al futbolista nacido, crecido y retirado en el equipo de sus amores en un raro ejemplar, en una ave exótica que solo sobrevive en hábitats tan peculiares como aquellos clubes que ponen la cantera por encima de todas las cosas. Si no es una cesión en los albores de su carrera deportiva, un peaje que hay que pagar muchas veces por jugar en el primer equipo, es una salida intempestiva en los estertores, cuando los años pesan más que la inteligencia o la experiencia en un fútbol cada vez más rendido al culto al físico, la que empaña la condición de One Club Man de muchos jugadores.
En estas circunstancias, encariñarse con algún futbolista al que has visto crecer, progresar y transformarse en un jugador importante es contraproducente. Puede provocar disgustos como los que desataron las salidas de Paco Alcácer o Ferran Torres, futbolistas que parecían destinados a liderar proyectos de futuro (ganadores o no, nunca lo sabremos) y que sucumbieron a la tentación de los euros de los poderosos y al deseo de ser cola de león en lugar de cabeza de un ratón que aspiraba a ser rata gigante. Y esos disgustos tienen una explicación razonable. El aficionado no entiende que alguien abandone el club que ama cuando en él ha conseguido todo lo que necesita, porque sabe que el que cambia de equipo de fútbol no es de ninguno; se resiste a comprender, en fin, que el fútbol ha perdido su componente romántico en pos de la industrialización.
Y eso crea una extraña confusión, un agravio comparativo con aquellos futbolistas que, formados en otros equipos, han asimilado con inteligencia la idiosincrasia del club en el que han pasado los mejores años de su carrera. Ocurrió con jugadores como David Villa o Juan Mata, sin irnos más atrás en el tiempo, en los que muchos aficionados ven más sentimiento valencianista que, por ejemplo, en los casos citados más arriba.
Pero para lograr eso hay que saber despedirse, dejar la sensación de que te habrías quedado en el equipo toda tu vida, pero que las circunstancias (léase los dirigentes, entrenadores o representantes de turno) te lo han impedido. Saber despedirse de un club es tan difícil como saber romper con una pareja con la que has estado muchos años. Lo puedes hacer a las bravas, incluso por whatsapp, dando la sensación de tener el corazón más frío que las cervezas de algunos bares, o lo puedes hacer cara a cara, transmitiendo la sensación de que, aunque te pese, la historia de amor está acabada. La consecuencia es la misma, el luto, el dolor, el abandono, pero las heridas posiblemente cicatrizarán antes.
Rodrigo Moreno, en su marcha al Leeds United (un club, por cierto, que es como su primo de Inglaterra para el Valencia, por su historia, trascendencia e interrelación), ha sido como el que rompe con su pareja y le explica con todo lujo de detalles por qué lo ha hecho, cómo la relación se había ido deteriorando hasta ser nociva para ambos, hasta concluir que la ruptura es casi una bendición, por mucho que duela ahora. Vamos, que te deja con la impresión de que romper ha sido lo mejor que te podría haber sucedido.
Ferran Torres ha sido el ejemplo de lo contrario: cortar por whasapp o mensaje de texto. Se fue enchufando el ventilador para esparcir su resentimiento hacia todos los que, según él, han impedido su inevitable dominación mundial, haciendo pública su desmedida (y poco realista) ambición, en forma de pretensiones como ser el capitán del equipo o ser uno de los mejores pagados de la plantilla.
En un club como el Valencia, en el que muchas de sus leyendas nacieron lejos de la Comunidad Valenciana, el sentimiento general es que Rodrigo siempre tendrá un lugar en el corazón de sus seguidores, pero no Ferran.