VALÈNCIA. Hace solo cuatro días se cumplió un año del último título del Valencia, la Copa del Rey ganada en Sevilla al Barcelona de Messi en una noche que toda una generación de valencianistas recordará por ser, once años después, la primera victoria en una competición que no sea el Trofeo Naranja. De aquella gloriosa noche permanecen en el recuerdo muchos símbolos: la carrera de Carlos Soler por la banda derecha saltándose el límite de velocidad que le imponía Jordi Alba, las lágrimas de Parejo tras caer lesionado a falta de media hora para el final del partido, la exhibición de corte y confección de Coquelin en el centro del campo en los minutos finales del choque o la imagen icónica de Jaume Doménech subido al travesaño de la portería donde se alojaban los seguidores valencianistas emulando la del Quique 65 años antes. Pero de aquel partido hay un recuerdo que, por su trascendencia, será recordado a lo largo del tiempo porque, con él, se empezó a ganar el partido: la pancarta gigante que los seguidores apostados en el fondo norte del estadio desplegaron para recibir a su equipo, aquel dibujo de Lawuerta en el que aparecían Baraja, Kempes y Villa al lado de la leyenda “Soñar que no tenemos techo”.
Para conmemorar tan sonada efeméride, a los rectores del club no se les ha ocurrido otra cosa que trocear aquella pancarta y poner a la venta los cachitos resultantes al módico precio de 29,99 euros por pieza. La decisión, por sorprendente y mercantilista, ha despertado la ira de una buena parte de la parroquia valencianista, que considera aquel dibujo un símbolo indivisible de la que, para muchos, fue la noche más feliz de su vida como seguidor del equipo.
La ocurrencia, por extravagante que parezca, no debe sorprender a nadie. Los actuales rectores del Valencia vienen empleándola desde que desembarcaron en el club, hace casi seis años. Su único modus operandi ha sido romper lo que ya estaba hecho para reconstruirlo (es una manera amable de decirlo) a su manera o, directamente, venderlo. Llegaron de puntillas, manteniendo el equipo de trabajo que existía antes del traspaso de poderes, con la única salvedad de colocar a un entrenador de su cuerda, pero, al año (y tras conseguir la clasificación para la Liga de Campeones) rompieron aquel equipo de gestores para conseguir un poder que ya tenían. Las consecuencias fueron tan nefastas que basta con recordar los nombres que permanecen como recuerdo de aquella época: Neville, Ayestarán, Alexanco. Cuando se dieron cuenta de que aquello no funcionaba (al menos en resultados, porque en colocar amigos era una gestión modélica), volvieron a romper el juguete para dar mando a Mateu Alemany. Con Alemany y su equipo volvió la cordura al club, tanto deportiva como económicamente, y la entidad logró dos clasificaciones consecutivas para la Liga de Campeones, revalorizó su plantilla y mejoró notablemente su poder económico y su prestigio. Hasta que se cansaron y volvieron a romperlo. En ese tortuoso camino quedaron el traspaso de Alcácer al Barcelona o la insistente voluntad de vender a Rodrigo a cualquier club y a cualquier precio como símbolo de que la división de la plantilla puede reportar beneficios económicos a corto plazo. La lona de Lawerta es, por tanto, un potente signo de lo que pretende hacer Meriton con el Valencia, romperlo en cachitos para conseguir un beneficio empresarial.
Hace algunos años trabajé para un tipo cuya máxima como directivo era dividir a sus colaboradores con el fin de conseguir beneficios para su empresa. Afirmaba que la experiencia le había enseñado que sembrar la división entre sus trabajadores aumentaba la competitividad entre ellos y eso redundaba en productividad para su negocio y en un refuerzo de su figura como líder. No sé si esa estrategia basada en el “Divide y vencerás” que se le atribuye a Julio César se enseña en las escuelas y universidades que imparten ADE, pero parece que Meriton la ha copiado de manera perversa, pues la ha transformado en “Divide y venderás”, una táctica que lo único que va a provocar es el desapego a los símbolos. Y no hay que olvidar que, en el fútbol, los símbolos son más importantes muchas veces que la realidad o los resultados.