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El año que vendrá

31/12/2021 - 

VALÈNCIA. Hoy acaba 2021 y, como es natural, la ilusión de todos es que 2022 sea un año mejor que el que dejamos atrás. Una ilusión con escasos fundamentos en la realidad, ya que hace exactamente un año pensamos que nada podría ser peor que 2020, y el que ahora termina ha sido otro año de mierda, en nada diferente a aquel que queríamos olvidar. Pero los propósitos del año viejo son como la lotería: siempre tenemos la esperanza de que nos favorezca, aunque la realidad se empeñe en demostrarnos lo contrario.

No voy a dedicarme en este último artículo del año a filosofar sobre lo que nos depara el futuro ni sobre la vieja teoría de que cada año que pasa es peor que el anterior, aunque creamos lo contrario. Estamos aquí para hablar de fútbol, en general, y del Valencia, en particular, y toca hacer balance de cuál era la situación hace 365 días y qué esperamos del año que comienza mañana.

Habría que recordar que, hace un año, el Valencia era decimoquinto en la liga, con un punto más que los equipos que descendían automáticamente a segunda, que solo había ganado tres de los 16 partidos disputados y que estaba entrenado por un tipo que había presentado su dimisión a los vividores del Bar La Deportiva dos meses y medio antes, cuando los borrachos mentirosos le prometieron refuerzos para la plantilla y se fueron de comida hasta las nueve de la noche el día que se cerraba el mercado de fichajes de verano dejando a cargo de las cientos de llamadas que se recibían en la sede del club a unos profesionales a los que unos meses más tarde despedirían impunemente. La duda en aquel 31 de diciembre de 2020 era saber en qué jornada descendería el Valencia a Segunda División y cuánto le quedaba de historia hasta su disolución.

Sorprendentemente (más bien habría que decir “gracias al más valioso patrimonio del club: sus jugadores”) el Valencia se salvó del descenso y acabó la temporada en una honrosa posición de media tabla, una clasificación de mediocres para un club gobernado por gente que ni siquiera llega a mediocre. Un año después de aquel San Silvestre pesimista, el equipo es octavo en la liga, tiene los mismos puntos que el Barça (esto es poco mérito si se tiene en cuenta lo mal que lo ha hecho el club catalán en los últimos años) y, si gana en el absurdo partido que Tebas le ha colocado la tarde del día de Nochevieja al Espanyol, acabará el año en puestos de Liga de Campeones, algo impensable no solo hace 365 días, sino hace treinta.

No obstante, el drama social del Valencia está en la misma situación que hace un año. Los cuatreros que llegaron a desahuciar el club siguen ahí, bebiendo y bebiendo como peces en el río, mientras el Valencia continúa su angustioso descenso a los infiernos del desprestigio, la falta de respeto y el escarnio exterior. Si ha cambiado algo, aunque sean pequeños brotes verdes, es que la oposición, esa mayoría silenciosa que, en número, es inmensamente más grande que los cuatreros singapurenses, aunque tengan menos dinero, comienza a organizarse y promete hacerle la vida imposible no solo a Lim, que vive en su torre de marfil a 11.000 kilómetros de distancia, sino a los sicarios que ha colocado en Valencia para beber, bailar y decir estupideces en los medios que todavía les hacen caso, que cada vez son menos, afortunadamente.

No soy de pedir deseos para año nuevo, ni siquiera de marcarme objetivos tan idiotas como dejar de fumar, apuntarme al gimnasio o aprender inglés, entre otras razones porque hace tiempo que no fumo, nado diariamente y no me hace falta ir al gimnasio, y hablo un inglés suficientemente fluido para mis necesidades comunicativas, pero si pudiera formular un deseo cuando la última uva atraviese mi garganta en el tránsito del 2021 al 2022 es que se vayan de una vez estos ladrones y nos devuelvan el club que amamos. Eso sí que haría que 2022 fuera inolvidable.

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