VALÈNCIA. Graznan los cuervos en medio de una mañana que cuesta creer que es de agosto. Sopla el viento y la gente se arrebuja bajo chaquetas ínfimas, impropias de este otoño a destiempo. No hará menos de quince grados, pero si vienes de València y sus más de treinta diarios, de sus noches espantosas -tropicales o tórridas creo que es el nombre correcto-, estos catorce o quince sacudidos por el viento parecen muchos menos. Es un día muy ‘british’ en Stonehenge. El cielo está encapotado y el aire se lleva las conversaciones de los turistas.
Todos tienen prisa. Se han subido a empujones al autobús que te lleva del aparcamiento al monumento del Neolítico y se han bajado del ‘shuttle’ con un hombro por delante. Luego, sin esperar a percibir, ni siquiera intuir, su proverbial energía, han ido corriendo hasta la cuerda que les frena y que impide que vayan directos a tocar las piedras, esas losas colosales de varias toneladas que nadie sabe cómo transportaron los hombres del momento hace casi cinco mil años.
Yo me lo tomo con calma. Estos lugares míticos, tan turísticos, hay que tomárselos con calma si no quieres acabar a puñetazos con un chino. Ahora bendigo que hace dos veranos visité Mont Saint-Michel en plena pandemia. Gracias a eso, pese a la incomodidad de las mascarillas, me quité de en medio a cinco mil turistas. Pero decía que voy despacio y, antes de lanzarme a la orilla del monumento de piedra, decido sentarme en un banco de madera que hay a unos treinta metros. Sólo me separa un tapiz de hierba verde como una ensalada y desde ahí, con la perspectiva, contemplando el monumento encuadrado en medio de esa llanura de Salisbury, me enchufo los ‘AirPods’ y elijo algo de Amy Winehouse, algo melódico que me acune ante este templo circular que quería visitar desde que era un niño.
Hay lugares que me han llamado dede siempre no sé muy bien por qué. Bueno, en realidad sí lo sé. Supongo que me atraen por el cine y la literatura. Porque alguna vez captaron mi atención en una película, un libro o una periódico, y desde entonces siempre han permanecido en mi subconsciente reclamando su momento. Por eso viajé hace dos veranos a ese islote asombrosamente proporcionado -igual de ancho que de alto- de Saint-Michel. Por eso dejé volar mi imaginación callejeando por Pompeia. Y por eso estoy hoy aquí muerto de frío frente a Stonehenge. ‘Stone’ se refiere a que es de piedra y ‘henge’ a que es una construcción circular. He leído, no recuerdo ni cuándo, reportajes fantásticos de gente que se emborrachó a los pies de las grandes piedras, de hasta siete metros de altura. O jóvenes que se colaron por la noche y, rodeados por estos bloques, se pegaron un viaje después de ingerir algunas setas y otros tipos de drogas. O los más correctos que esperaron a los solsticios de verano e invierno -cómo serán los inviernos en estos campos abiertos, desprotegidos frente al frío y el viento- para ver cómo se cuelan los rayos del sol entre las rocas.
Pero hay que ponerle empeño. Yo se lo pongo. Mucho. No me parece correcto pegarme el viaje con los monguis con Alba al lado, así que me impulso con la voz, igual de mágica, de Amy mientras canta ‘Some Unholy War’. “Sigue en pie a pesar de lo que dicen sus cicatrices / Y lucharé hasta este amargo final / Sólo yo, mi dignidad y este estuche de guitarra”. Suena la música, vuelan los cuervos y entonces sientes que la energía emerge de la tierra húmeda, trepa por los tobillos y llega hasta el pecho.
Al fondo, detrás de la atracción, en un prado perfectamente vallado para prevenir la invasión de los turistas nerviosos, hay un rebaño de vacas para las que esas piedras no son nada. A estos animales solo les interesa el pasto fresco y abundante que se extiende frente a ellas. Son vacas. Sólo entienden de comer y dormir. Nadie les ha contado historias fantásticas de ese monumento megalítico de ahí al lado. Nadie les ha hablado de las fiestas que orquestaban supuestos druidas, ni de sus piedras azules traídas desde el sur de Gales, de su función como calendario solar…
Al final resulta que muchas de las cosas que conocemos y nos maravillan, las conocemos y nos maravillan porque alguien las ha contado muy bien. Yo, muy probablemente, creo en la energía de este lugar en mitad de la campiña inglesa porque alguien me dijo que ahí había una energía especial.
Eso pasa también en el deporte. No hace mucho llegué a esta conclusión. Fue hace dos semanas, tras el Campeonato de España de atletismo que se celebró en Torrent. El sábado por la tarde vivimos una farsa. Durante unos minutos, un rato explosivo, efervescente, el público se dejó llevar por la magia del momento. Lo especial de esos minutos vino porque los marcadores anunciaban saltos magníficos en el foso de la longitud. Tessy Ebosele y María Vicente habían superado los siete metros, una barrera que en España sólo ha sobrepasado Niurka Montalvo. Fátima Diame se quedó muy cerca. La gente escuchaba dar gritos a Alberto Pozas, el fantástico ‘speaker’ del atletismo, emocionado como un druida en Stonehenge, y se levantaba de sus butacas incrédula ante un concurso que había entrado en otra dimensión. Pero una o dos horas después, se anunció que se había producido un error en la medición y que a partir del cuarto salto había que restar veinte centímetros a todas las marcas. Es decir, nadie saltó más de siete metros.
Entonces caí en algo a lo que ya le había dado vueltas alguna vez. Estos deportes que no son de confrontación directa, uno frente a otro, sino uno al lado del otro, son lo que son por el cronómetro y la cinta métrica. Una carrera de 1.500 es buena si los atletas se acercan o bajan de 3.30. El concurso de altura es bueno si las atletas pasan de los dos metros. Una final de peso nos emocionará si se van más allá de los 22 metros. Sí, también están las carreras tácticas, la emoción por ver simplemente quién entra primero. Pero en el atletismo, por lo general, el metro y el reloj son los que dictan si algo es bueno o mediocre.
¿Por qué hubo miles de personas de todo el mundo que se sentaron delante de una televisión el 12 de octubre de 2019? El espectáculo era más bien escaso. Eliud Kipchoge corría a un ritmo sostenido, sin cambios, sin ataques, sin desfallecimientos, sin rivales, en un maratón donde todo estaba pensado, de forma legal o ‘ilegal’, ese día daba igual, para que ‘el filósofo’ corriera lo más rápido posible en el Prater de Viena. Liebres que se iban turnando para ir por delante de Kipchoge en formación de flecha, un vehículo que abría el camino haciendo de pantalla e informando del tiempo transcurrido, unos prototipos de zapatillas con lo más avanzado que había sido capaz de inventar Nike… Pero ese día estábamos pendiente del reto porque el reloj, como el narrador, nos estaba diciendo que por primera vez en la historia un hombre iba a ser capaz de recorrer 42,195 kilómetros en menos de dos horas.
Sin el reloj, sin el comentarista, creo que nadie, ni siquiera los más expertos, hubieran sido capaces de determinar a qué velocidad estaba corriendo el gran Kipchoge. Lo mismo sucede en la piscina o en el descenso de una montaña por la que se lanzan los esquiadores. Por eso llegué a la conclusión de que el atletismo, en realidad, es una ficción.
Yo no sé si los druidas hacían sacrificios en Stonehenge. Si aquel pedazo de tierra rodeado de cementerios prehistóricos es un lugar cargado de energía. La verdad es que sólo sé que hace frío y que los turistas me ponen nervioso. Lo demás es producto de mi imaginación, muy proclive a creer en cosas que puedan hacer mi vida más divertida. Como aquella tarde-noche en Torrent. No fueron saltos de siete metros, pero ¿y lo bien que lo pasamos?