VALÈNCIA. Todos los años vengo a Formentera en el mes de junio. Una escapada que me llena de tal forma que me permite aguantar el resto del verano en ese infierno que es València los meses de julio y agosto. Y, no voy a engañar a nadie, cuando llega el día de abrir esta cantina no tengo nada pensado ni preparado. Esta semana estoy a otras cosas. Así que cada año cojo y, para salir del paso, cuento la experiencia de correr en esta isla maravillosa.
Yo pensaba que el engaño colaba y ya está, pero mucha gente me ha dicho que le gusta correr a mi lado mientras lee ese artículo, percibir la calma del amanecer, el canto de los pájaros, los gallos que me dan los buenos días, los erizos que cruzan la carretera en una misión muchas veces suicida… Dicen que les reconfortan estas líneas. Durante las últimas semanas, varios amigos me han preguntado cuándo iba a Formentera este año y si pensaba cumplir con la tradición de contar mi trote al alba de cada mañana.
Me lo habéis puesto a huevo.
Este año estoy en otra zona de Formentera. Normalmente iba a la Mola, la zona alta en una punta de la isla. Allí corría hasta el faro o bajaba hasta esa playa de postal que es Es Caló des Mort. Pero este año se han subido a la parra y nos hemos cambiado a las inmediaciones de Illetes. Así que había que elegir nuevos recorridos. Y, desde que llegué, no paré de pensar en cuánto mediría el perímetro del Estany Pudent. La noche del lunes entré en internet y lo lo encontré: diez kilómetros. Así que ya estaba decidido, ya tenía circuito para el día siguiente.
Es curioso cómo el hombre tiene la necesidad de ‘conquistar’ la naturaleza. Recuerdo que Kilian Jornet me contó una vez en Escocia que llegaron al pueblo donde iba a correr el fin de semana y que el primer día miró a lo alto, vio cuál era el pico más alto y se lanzó a por él. Yo no soy Kilian, ya quisiera, ni acostumbro a trepar por las montañas, pero sí que sentí una poderosa atracción, más modesta, claro, por el Estany Pudent.
Formentera es un paraíso, pero tiene un problema: el sol lo domina todo desde muy temprano, así que tienes que madrugar. Si no lo haces y el día es caluroso, date por muerto. Y yo, que ningún año he tenido problema alguno en levantarme a las seis, este año me enredé entre las sábanas el primer día. Pero a las ocho salí del chalet, miré al cielo y vi que las nubes formaban una larga visera que me protegía del sol. No había excusas. Puse en marcha el cronómetro y me lancé.
Mi primer error fue coger un camino equivocado. Cuando llevaba un kilómetro me di cuenta de que no iba a encontrar una salida para enlazar con la carretera o el camino que da la vuelta a esta laguna de 3,5 kilómetros cuadrados. Así que me tocó dar media vuelta y empezar el giro con dos kilómetros de propina.
El primer tramo, hasta La Savina, donde está el puerto, la única entrada a la isla, es todo por asfalto. Pero, zancada a zancada, te permite empezar a familiarizarte con esta lámina de agua en la que el viento va formando copos de espuma salada. Porque estas son aguas hipersalinas y el Estany Pudent forma parte del Parque Natural de Ses Salines d’Eivissa i Formentera. En estos primeros kilómetros pasas por encima de la acequia -Sa Séquia- que se abrió para comunicarla con el mar, a solo unos metros, y acabar así con los problemas que acarrea el agua estancada. Si miras hacia la derecha ves que el agua desemboca en el mar a través de un arco.
Después de La Savina entras en una pista que a ratos es de tierra y a ratos de arena compacta. Aquí ya es raro ver un coche y sólo me crucé con dos parejas que caminaban por allí con paso decidido. Es el tramo de más calma, donde es imposible no pararse, sacar el teléfono y hacer una fotografía de este agua que, sin viento, parece un espejo. También puedes contemplar a las cigüeñuelas, unas pequeñas aves zancudas que en las Pitiusas las conocen como cigüeñuela avisador y en València, camallonga. Esto no lo sé yo, sino mi amigo Vicent, un enamorado de las aves de los humedales.
En el último tramo, donde constatas lo de ‘pudent’, pagué mi pereza y mi despiste. El sol barrió todas las nubes y cayó sobre mí inclemente. Ahí empecé a pasarlo mal. Ni siquiera me ayudaba ver algún ejemplar suelto del zampullín cuellinegro. Quedaban tres kilómetros y tocaba resistir. Eran las nueve de la mañana y en mil metros recordé la lección: en Formentera, en junio, hay que salir a correr al alba. Pero no tardé en alcanzar la carretera y, regulando el paso, completé la vuelta de diez kilómetros (más los dos del principio).
Me había ganado el derecho a un buen desayuno y a entregarme a la vida contemplativa en Formentera. La isla resiste como puede al empuje de los fondos de inversión que, sin un ápice de empatía ni respeto por la tradición ni la idiosincrasia de la isla, pretenden arrasar con los modestos chiringuitos de la gente de la isla para desparramar sobre la costa sus ‘beach clubs’ despampanantes y horteras. Paco, un tipo que nació en València pero que se crió en Cuenca antes de mudarse a Formentera, es dueño del Kiosco 62, uno de los chiringuitos históricos, en la playa de Migjorn. Paco es muy pesimista y cree que están echando un pulso desigual contra una gente poderosa e influyente.
Es muy posible que el encanto de Formentera, como escribir plácidamente en la terraza mientras ves corretear a las lagartijas, tiene los días contados. Así que no queda otra que apurar los días, madrugar, correr bien temprano y disfrutar de sus playas y de lugares como el Bartolo como si fuera la última vez. Porque no se puede descartar que sea la última vez.