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El Clavo y Claver

16/07/2021 - 

VALÈNCIA. Antes que a Víctor Claver, conocí a su padre, a Francisco Javier Claver, a quien, curiosamente, en el colegio Maristas llamaban Javier, y en el balonmano, Paco. Le conocí cuando llevó a un Alzira en ruinas a conquistar la Copa EHF de 1994. Aunque, en realidad, ya lo conocía de antes, de escuchar a sus alumnos, algunos de ellos íntimos amigos míos como Vicent, Peyo, Nacho, Bernardo o Juanito. Entonces teníamos poco más de veinte años, con el recuerdo del colegio todavía fresco y las heridas aún abiertas, pero de él, del Clavo, como le llamaban sus pupilos, me llamó la atención que todos hablaban bien. “Es que era un tipo dialogante y que jamás dejaba de lado a los que no éramos buenos estudiantes”, me insistía Vicent. Muchos días, al acabar las clases, cruzaba la calle Salamanca con ellos y se sentaban en una de las mesas del bar Iruña, que estaba justo enfrente del colegio, pedían unas cervezas y un plato de chistorra y se ponía a charlar con ellos de cualquier cosa.

Claver, el padre, el maestro, un tipo grandullón que caminaba con las puntas de los pies hacia adentro, siempre fue de frente. Más adelante, cuando no le gustaba alguna crítica a su hijo, te abordaba a la entrada de la Fonteta y te pedía explicaciones. Porque se desvivía por protegerlo.

El Clavo fue jugador de balonmano. Primero en el colegio, en Maristas, donde llegó a ser campeón de España juvenil. Aquel éxito le abrió las puertas del mítico Marcol justo en la temporada, la 74-75, que se lo dejó Nacho Nebot, otro grande de nuestro balonmano que se salió del deporte para ser más grande aún como traumatólogo. En el Marcol se hizo un nombre como central-lateral, exprimiendo al máximo su corpulencia.

No tardó en seguir los pasos de Nebot y, pasado el fervor juvenil por el deporte, se centró en su profesión como profesor de Física y Química en el colegio Maristas, donde también llegó a ser Jefe de Estudios, cargo en el que se ganó el respeto y el aprecio de todos.

En 1994 acudió al rescate del Alzira. Llegó para sustituir a César Argilés y tratar de levantar a unos jugadores que llevaban siete meses sin cobrar. Les dirigió hasta las semifinales de la Liga Asobal, donde cayeron ante el Teka, que ese mismo año se proclamó campeón de la Copa de Europa, y tocaron la gloria al ganar la final de la Copa EHF.

El equipo regresó de Linz con el trofeo. Claver fue recibido en el aeropuerto por su mujer y sus tres hijos. El más pequeño de todos, un niño con el pelo del color del fuego, tenía seis años y se llamaba Víctor.

Víctor Claver también estudió en Maristas, donde sus cualidades físicas le hacían destacar en todos los deportes. Pero con siete años se enganchó al baloncesto de la mano de Alberto Meléndez, que fue el entrenador de ese chiquillo muy tímido hasta los trece años. En esa época, Víctor no era la estrella del equipo, un privilegio que recaía en otro compañero, Ramón Catalá.

A los 14 pasó a dirigirle Toni Muedra, quien prácticamente dejó el Pamesa para dirigir en Maristas a la gran promesa del baloncesto valenciano, un chaval que ya medía 1,93 y podía jugar de base o de escolta perfectamente.

El jugador fue creciendo y cada vez llamaba más la atención. Eso hizo que empezaran a pasar por el colegio los cazarrecompensas. Ojeadores de España o Italia de los que se encargaba el padre. Paco los despachaba en una sidrería que había al lado de su casa. Al acabar la conversación, tras dejarles claro que su hijo no se movía de Maristas, se apresuraba a sacar la cartera y pagar las consumiciones. No quería que un Claver le tuviera que deber nada a nadie.

El único que no trató de engatusarle fue Manolo Real, con quien entabló una amistad sincera basada en la verdad y la honestidad. Manolo era el director deportivo del Pamesa y fue quien le convenció de que su hijo necesitaba dar un salto para poder seguir creciendo en un entorno adecuado a su calidad. Maristas se le había quedado pequeño. Paco accedió. No por dinero. Hizo un trato con Manolo: su hijo se iba a la cantera del Pamesa, pero el club debía ceder al colegio sus descartes y echarles una mano con los viajes que tenía que realizar el equipo de Maristas.

Antes acabó la temporada con Muedra. Siempre fue el más pequeño de la plantilla y por aquel entonces algunas broncas de Muedra acababan con aquel chico introvertido haciendo pucheros.

El valenciano llegó al Pamesa siendo cadete para jugar en el júnior a las órdenes de Carlos Frade. Luego, ya en el EBA, se puso en las sabias manos de Roberto Íñiguez. El vitoriano, exjugador del Pamesa, terminó de encumbrarle. Fue duro con él y así fue como descubrió a un jugador que aprendía muy rápido y que era autocrítico. Encajó los palos que le tocaron con humildad, la que había exhibido durante toda su adolescencia y la que no ha perdido ahora que es uno de los mejores defensores del mundo.

Claver le devolvió a Íñiguez toda su dedicación con actuaciones antológicas en la fase de ascenso en Guadalajara o en el torneo de L’Hospitalet, donde, además, ganó el concurso de mates.

El resto ya es historia. Ricard Casas le hizo debutar en la ACB con el Pamesa y ahí ya fue creciendo hasta que decidió conocer la NBA desde dentro. Ahora regresa a casa, donde, incomprensiblemente, muchos aficionados le han pitado cada vez que ha vuelto a la Fonteta a pesar de ser el mejor jugador de la historia del baloncesto valenciano y uno de los mejores deportistas de todos los tiempos en la Comunitat.

Esta semana, pura casualidad, he estado viendo por las noches ‘La Familia’, un documental, dividido en cinco capítulos, que cuenta la generación dorada del baloncesto español. Desde el Torneo de Mannheim, en 1998, y el oro en el Mundial júnior de Lisboa, en 1999, hasta ahora. Después de los primeros años empieza a aparecer Claver, pero siempre en segundo plano, en una esquina del vestuario. Siempre discreto. Pero en el último capítulo recibe el protagonismo que merece como uno de los herederos de aquella generación irrepetible. Porque ahora son él, Ricky Rubio, Sergio Llull, Marc Gasol y los hermanos Hernangómez los encargados de llevar a la selección al lugar que le corresponde.

Con Ricky Rubio, como con Llull, tiene una amistad muy especial. Hace un par de años, el fantástico base catalán, que tiene una fundación, inauguró una sala para pacientes con cáncer en el Hospital Universitario Dexeus, en Barcelona, a la que le han puesto el nombre de Javier Claver, en memoria del padre. El Clavo murió de un cáncer en 2011. Un colegio entero lloró a su maestro, que falleció con solo 52 años. Esta semana, su hijo, Claver, consagrado ya como una estrella del baloncesto, ha anunciado que vuelve a casa. Y regresa sin haber perdido la humildad que aprendió de él, que se plantó cuando el incipiente jugador quería comprarse un coche nuevo y le convenció de que si todavía funcionaba bien el modesto utilitario no había motivo para cambiarlo. Porque no solo fue un maestro en las aulas.

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