VALÈNCIA. Hace 25 años que Escocia no juega una fase final de la Eurocopa y 23 desde la última vez en la que participó en un torneo de selecciones. Pese a que esta multinacional Euro 2021 supone un hecho histórico para los aficionados escoceses, Irvine Welsh, probablemente su más ilustre seguidor, decía hace unos días en una entrevista que no tiene ningún interés en el torneo que ha devuelto a su selección a la palestra del fútbol internacional. Welsh, para quien no lo conozca, es escritor, autor de novelas ambientadas en Edimburgo y protagonizadas por muertos de hambre con sentido del humor y preocupados principalmente por beber, drogarse, follar, sobrevivir y apoyar a los ‘Hibs’, el Hibernian, el equipo del que también es seguidor el propio novelista.
Supongo que Welsh habrá seguido de reojo el devenir del equipo nacional de su país mientras hace cosas más importantes que ver un partido de fútbol, que solo querrá conocer el resultado del Inglaterra-Escocia que se juega hoy porque, de antemano, sabe que el triunfo de su equipo es una empresa quimérica. Pero también imagino a Welsh, en anteriores torneos de este calibre, apostado delante del televisor viendo un partido tras otro, disfrutando del juego de otras selecciones, incluso aunque no juegue la suya. De algo parecido al desencanto que transmite el novelista escocés he hablado algunas veces en esta misma columna: de lo absurdos que son los partidos sin público, de la transformación del fútbol en un elemento más del capitalismo más feroz y de la pérdida de identidad de los clubes, cada vez menos arraigados a la tierra que los vio nacer y a los aficionados que le confirieron su mitología. Desgraciadamente, en Valencia vivimos inmersos en ese proceso de desnaturalización del fútbol, gracias a unos bebedores (y vividores) singapurenses, cuyas consecuencias son imprevisibles.
La Eurocopa que se disputa estos días es un buen ejemplo de ese proceso de degradación del fútbol al que se refiere Welsh. Durante años, fue el torneo internacional de selecciones que se disputaba en el mundo, porque a su fase final solo llegaban los equipos más potentes del continente, cuatro en las cuatro primeras ediciones y ocho entre 1976 y 1996. Era un campeonato tremendo, sin margen de error para los participantes y con partidos apasionantes que ennoblecían aquel deporte, ya extinto, de vendajes en la cabeza, botas de cuero y balones que ganaban peso si el campo estaba embarrado. La voracidad económica de la UEFA la transformó en un torneo de 16 selecciones a partir de la edición que se jugó en Inglaterra y, desde la última disputada, que tuvo lugar en Francia, cuenta con 24 equipos, casi la mitad de las que componen la asociación europea de fútbol. Esto se traduce en más partidos, y en consecuencia más dinero, menos interés en la primera fase, en la que los conjuntos más potentes tienen muy pocas posibilidades de quedar eliminados, y la presencia, casi folclórica, de selecciones con escasa tradición futbolística, caso de Islandia, Finlandia o Macedonia del Norte. Estos equipos comparsa se limitan a jugar al empate, un resultado que a veces consiguen y les permite pasar de ronda a base de un juego cicatero y primitivo. Además, la Eurocopa se ha convertido en un gigantesco escaparate para futbolistas que aspiran a fichar por los equipos de la élite del fútbol continental, ese grupo exclusivo que, dado el cariz que ha tomado el balompié en Europa, copa las rondas finales de la Liga de Campeones año tras año cimentado en el poder del dinero.
Quienes todavía recordamos la Euro'84 como el epítome del fútbol más puro, asistimos a este aluvión de fútbol moderno que sufrimos ahora como una penitencia, como un signo de los tiempos que, de alguna manera, nos hace sentirnos mayores, lo seamos de verdad o no. Las semifinales de aquel mítico torneo, con un Chalana imperial luchando con su bigote por contener el buen juego de la Francia de Platini, Giresse y Tigana en una prórroga memorable y con la racial España resistiendo la embestidas de la sensacional Dinamarca de Laudrup gracias a un Arconada inconmensurable hasta llegar a una tanda de penaltis taquicárdica, nunca podrán superar este desfile de peinados imposibles, futbolistas pintureros, presión alta y un juego condicionado por ese gran Hermano llamado VAR que nos espera hasta el 11 de julio.