VALÈNCIA. A estas alturas de semana lo habréis leído todo sobre el Valencia, los mayores halagos para un Celades que, en solo tres meses, ha sabido gestionar una situación que a todo el mundo le parecía irreversible, la exaltación de una plantilla que, a base de corazón y sacrificio, se ha sobrepuesto a una increíble plaga de lesiones para devolver al Valencia a la élite continental y cómo el milagro del que hablaba Rodrigo al final del partido en Ámsterdam se ha producido pese al empecinamiento de la propiedad en seguir poniendo palos en las ruedas de la gestión más o menos normal de un club de fútbol profesional.
Probablemente habréis leído decenas de textos hablando de Rodrigo, de su contribución -a veces invisible- al juego del equipo en forma de desmarques, asistencias y apoyo a la creación, de Parejo y su liderazgo sobre el césped, como el de un quarterback de fútbol americano dirigiendo a los suyos igual que un batallón de guerra, o de Ferran y Gayà, símbolos del espíritu de un club en el que los éxitos siempre llegaron con una base de cantera sobre la que se construyó un equipo solidario y brillante.
Pero, en esa extraña mezcla de incredulidad, sorpresa y admiración que provoca la inesperada resurrección del Valencia, pocos han reparado en un factor muy importante que acaba por forjar el espíritu de la plantilla. Es lo que yo llamaría el “factor Chuck Norris”.
El Valencia descubrió el factor Chuck Norris hace casi 20 años, cuando reclutó a un defensa argentino que el Milan tenía arrinconado en el banquillo tras habérselo arrebatado al Napoli. Roberto Fabián Ayala llegó a Mestalla envuelto en dudas, a pesar de ser el referente defensivo de la selección argentina, pero muy pronto se erigió en la pieza del engranaje que faltaba para completar un equipo batallador, pinturero y disciplinado, pero que necesitaba una figura como él. Ayala era capaz de bailar un zapateado sobre el cuerpo de Simao, de marcar territorio ante Drogba y de anotar, con sus saltos prodigiosos, goles decisivos para la consecución de los objetivos. Ayala era un caudillo que compensaba la aparente candidez de jugadores como Mista, Aimar o Vicente, que resolvía entuertos y que, en el campo, solo conocía a aquellos que lucían el escudo del Valencia a la altura del pecho.
Diez años después de la marcha de Ayala -un decenio en el que la defensa valencianista la integraron jugadores como Costa, Stankevicius o Aderlán Santos-, el Valencia fichó del Arsenal a Gabriel Paulista, quien llegó al club con similares interrogantes que el capitán de la selección argentina, aunque en su caso por culpa de un problema en la rodilla que lo había mantenido inactivo durante meses. Gabriel fue una petición expresa de Marcelino, que lo había entrenado en el Villarreal, y, como Ayala, muy pronto se destacó como el líder de la retaguardia valencianista, con sus virtudes y sus defectos, sus hazañas sobrehumanas y sus expulsiones absurdas. Recuperó así el club el factor Chuck Norris, un jugador que resuelve problemas por su carácter, que empuja a los suyos a seguir adelante y arredra a los contrarios para que se echen hacia atrás.
Gabriel, además, añade a ese temperamento de infatigable justiciero una épica propia de los superhéroes. Da la impresión de que, en la mayoría de los partidos, Gabriel va a acabar la contienda con alguna parte de su cuerpo amputada, en silla de ruedas o con una herida que se vea, supurante de pus, sangre y trozos de carne viva, desde la última localidad de la grada más alta. Su espíritu de supervivencia, con la rodilla maltrecha, el tobillo medio doblado o el hombro fuera de sí, supera cualquier lógica humana para adquirir tintes sobrenaturales.
Repasen el partido ante el Ajax. Verán a un Gabriel imperial, a un Gabriel que parece hasta enfadado con sus compañeros cuando el Valencia ha marcado (supongo que por no haberlo hecho antes), un Gabriel arrastrando la rodilla, un Gabriel despejando cojo desde el corazón de su área, y un Gabriel que, como contribución final a su consagración como el nuevo Chuck Norris, es capaz de inmolarse por el bien del equipo provocando su expulsión y deteniendo el partido cuando el Ajax buscaba el último aliento.