VALÈNCIA. Voy a ser impopular, lo proclamo de antemano. El fútbol que propone la denominada “nueva normalidad” no me excita en absoluto, como tampoco lo hace salir a cenar con mi pareja y que me sirva un camarero vestido de buzo, que me lea la carta en lugar de dejar que la estudie, que me sirva el vino con asepsia o que me ponga un plato en la mesa desde una distancia de dos metros; ni ir al cine con un amigo y que se tenga que sentar tres butacas a mi derecha para mantener la llamada “distancia social”. No me gusta que el fútbol sea un espectáculo pensado solo para la televisión, como parecen abocarnos las consecuencias inmediatas de esta pandemia, en el que los espectadores sean muñecos estáticos, los rugidos de las gradas vengan de un disco de efectos especiales de sonido y se oigan como sonido ambiente los insultos de los futbolistas en cada lance del juego.
Llamadme viejo, llamadme nostálgico si queréis, pero yo aprendí a amar el fútbol en aquel Mestalla de los 70 en el que el público bramaba como si estuviera en un túnel mágico, en el que estaba rodeado de vendedores de puros, coñac y Turrón Viena, en el que podía escuchar las patadas (muchas) que repartían los jugadores y oler su sudor. Yo crecí en un tiempo en el que las camisetas no llevaban publicidad, ni anagramas de marcas comerciales, y los futbolistas se numeraban del uno al once, sin portar sus nombres en la parte posterior de su zamarra para que los identificaran los tontos. Yo mamé un fútbol en el que los jugadores no inventaban coreografías idiotas para celebrar los goles, las tarjetas eran blancas y no amarillas (por culpa de la incompetencia daltónica de algún federativo) y la información de lo que sucedía en otros campos llegaba por el Marcador Simultáneo Dardo, no por una repetición en el móvil.
Es cierto que ese fútbol ya murió, que el progreso se lo llevó por delante para dar paso a un espectáculo global, que engancha a gente de todo el mundo y genera beneficios económicos a quienes lo practican y a las empresas que orbitan alrededor suyo. Y ese cambio transformó el fútbol en un juego más justo, desterró las encerronas, minimizó, al menos en teoría, los errores arbitrales, gracias a los ojos electrónicos de la televisión y el VAR, y protegió a los buenos futbolistas de la inquina de los criminales que se alineaban en tantos equipos.
Quizás me he acostumbrado a ese fútbol, como me he acostumbrado a ver películas en el salón de mi casa, sin el tipo que come palomitas en la fila de delante o la chica de la fila de detrás que grita cuando le cortan el cuello a un personaje en un filme de terror. Quizás me acostumbraré -nos acostumbraremos- a que el fútbol sea un entrenamiento amistoso retransmitido para millones de personas, con árbitros, VAR y comentaristas, a que no eche de menos al señor que me hace respirar el humo de su cigarro barato mientras me dice lo malo que es un futbolista que a mí me parece genial o a no poder compartir con nadie la desesperación por la lentitud de ese centrocampista que da la impresión de que va a perder el balón en cualquier momento. Pero me resisto.
Sé que en la reanudación del fútbol, en las condiciones post-COVID19, va el sustento económico de cientos de miles de personas, entre ellas muchos amigos míos, que el fútbol se ha convertido en un negocio que, como la industria, los servicios o la agricultura, no puede permanecer parado sin que se resienta su economía. Pero habría que preguntarse si, cuando vuelva el fútbol normal y el fútbol de la nueva normalidad sea solo una pesadilla del pasado, se habrán quedado en el camino muchos aficionados que añoran el fútbol de toda la vida e incluso ese que ahora vamos a empezar a echar de menos.