VALÈNCIA. Mis Celtics volvieron a ganar y ya están a solo dos triunfos del anillo. Del tercer partido de estas finales, más que los números de unos y de otros otros, fue una frase la que se me quedó rebotando en la cabeza: “Hemos demostrado que podemos hacerlo bien después de una derrota -habían ganado el primer partido y perdido el segundo-; ahora quiero que demostremos que también podemos hacerlo bien después de una victoria”. La sentencia es todo un desafío de Ime Udoka, el entrenador de los Boston Celtics, a sus jugadores. Y eso, su capacidad para endurecerles mentalmente, es lo que ha obrado el milagro: estar a dos pasos del título de las NBA.
Nadie apostaba por ellos en verano. Y menos después de que Brad Stevens se la jugara con este entrenador novato, un técnico que jamás había dirigido a un equipo de la NBA. La temporada empezó mal. Demasiadas derrotas. Después de una muy dolorosa ante Chicago, Marcus Smart protestó ante los periodistas porque Jayson Tatum y Jaylen Brown no le pasaban la pelota. Udoka cogió al base y le dijo que había herido a sus compañeros. Y le responsabilizó: “Son tus hermanos y se sienten dolidos. Arréglalo”. Ahí se inició un diálogo que acabó siendo muy productivo para los Celtics. Se sentaron todos y hablaron. Tatum y Brown aceptaron la queja de su compañero, pero después le transmitieron las suyas.
El 6 de enero tocaron fondo. Los Celtics cayeron ante los Knicks. Ese día salieron del Madison a la calle, entre la Séptima y la Octava, se subieron las solapas y bajaron las orejas. El equipo descendía hasta la undécima plaza, con balance negativo, y avanzaban con un nubarrón sobre sus cabezas. Ese día, Udoka salió y dijo que el equipo carecía de dureza mental para cerrar los partidos. Luego, ya en privado, les insistió en que tenían que dejar de preocuparse por anotar y centrarse en defender. Ahí estaba la clave. Udoka les habló a todos por igual. A las estrellas y a los suplentes: el grupo lo es todo. A partir de ahí, el bloque se fortaleció y enderezó el rumbo. El cierre de la liga regular ya fue notable con solo siete derrotas en los últimos 35 partidos. Desde marzo no pierden dos seguidos. Habían dado el primer paso, habían lanzado un mensaje: para vencer a los Celtics había que sudar tinta.
Llegaron los play off y los Celtics volvieron a romper todos los pronósticos a base de una defensa excelsa y una dureza mental extrema. Ya están en la final, con ventaja y una afición rendida a un equipo y a un entrenador que ha devuelto la fe a Boston.
Udoka tiene 44 años y una vida muy intensa a sus espaldas. Quizá se lo recuerde la cicatriz que siente en las yemas de los dedos cada vez que pasa la mano por la nuca. Ahí permanece el recuerdo de aquel accidente con cuatro años, le atropelló una furgoneta, por un despiste de su padre, que iba con prisas a una entrevista de trabajo. Era urgente. Los Udoka eran una familia muy pobre a la que, en ocasiones, desalojaban de casa porque no pagaba el alquiler y tenían que irse a un motel. Vivian Udoka, el padre, un nigeriano que provenía de Akwa Ibom, al sur de Nigeria, sobrevivía con pequeños empleos que iba empalmando. A veces era despedido porque Vivian, un hombre de firmes convicciones, no aceptaba que le trataran con desprecio.
Por eso los amigos empezaron a ver, años más tarde, cuando iban a los campus de baloncesto donde le daban la ropa gratis, que Ime muchas veces cogía el último día y llenaba su mochila de agua embotellada para llevársela a casa. Su madre, Agnes, una mujer blanca de Illinois, trabajaba en una panadería sin quejarse de nada.
Ese es el ambiente en el que Ime se crió en Portland junto a sus dos hermanos mayores, James y Mfon, que llegó a jugar en la WNBA. Una casa donde no sobraba el dinero y donde el padre, que adoraba el baloncesto, tenía que escuchar los partidos de sus Trail Blazers en la radio porque no podía permitirse la televisión por cable. Cuando Ime llegó al instituto Jefferson, también se centró en el baloncesto y cuando salía de allí, se dirigía hasta Salvation Army, donde se jugaban los partidos de la Midnight League, una liga con partidos que se celebraban a partir de la medianoche, entre las 12 y las 3 de la madrugada; en realidad, un invento para mantener a los chavales alejados de la calle. Le gustaba tanto el baloncesto que decidió perderse el baile de graduación, que ya sabemos, por infinidad de películas, lo importante que es para los estadounidenses, para irse a jugar.
Su salto a la NBA tampoco fue sencillo. Ime Udoka no salió elegido en el draft de 2000. El jugador, de marcado carácter defensivo, se fogueó en las ligas de desarrollo en espera de su momento. Dos lesiones de rodilla dificultaron el camino y a veces aceptaba pequeños trabajos, como cargar los camiones de FedEx, para salir adelante. En 2003, los Lakers le dieron una oportunidad con un contrato de temporero: 28 minutos en cuatro partidos junto a Kobe Bryant y Shaquille O’Neal. En 2006 consiguió jugar en el equipo de su ciudad, en los Portland Trail Blazers. Antes del segundo partido de pretemporada, su padre murió de un infarto. Aquel gran aficionado se quedó sin llegar a ver jugar a su hijo en su equipo -en el primer partido no lo sacaron-.
Su momento estelar llegó cuando los Spurs le hicieron una oferta para mudarse a San Antonio durante tres años a cambio de nueve millones de dólares. Pero en la revisión médica detectaron que le faltaba un pedazo de cartílago y rebajaron la oferta: dos años por dos millones y medio de dólares. Ime aceptó a regañadientes sin saber que estaba ante la elección que iba a cambiar su vida. Porque tiempo después, en 2012, su entrenador, Gregg Popovich, le propuso fichar como asistente. Con ese dinero, lo primero que hizo Udoka fue comprarle una casa a su madre.
Él ya llevaba tiempo formándose como entrenador con un pequeño equipo amateur: el I-5 Elite. Sus chicos alucinaban porque le veían jugar por la noche en San Antonio y al día siguiente aparecía en Portland para enseñarles las jugadas. Lo llevaba con dos de sus amigos de la infancia: Kumbeno Memory y Kendrick Williams. Y su obsesión era inculcarles disciplina y actitud en defensa, su santo y seña como jugador y como entrenador. A Udoka le gustaba averiguar de dónde provenía cada uno: si de los suburbios o del ‘downtown’. Y muchas veces comía con sus familias para saber más de ellos.
En dos de sus épocas fuera de la NBA decidió probar en España. La primera vez acabó en el Gran Canaria de Pedro Martínez. Ofreció un buen rendimiento, pero tuvo que ser cortado por el número de extracomunitarios y terminó la temporada en Francia. Años después, en enero de 2012, llegó a Murcia para intentar ayudar a un UCAM que no levantaba cabeza. El último partido fue contra el Estudiantes. El que perdiera se iba a la LEB Oro. Y ganaron. El club le renovó, pero un día Ime Udoka llamó a su entrenador, Óscar Quintana, y le explicó que tenía que irse, que Popovich le quería como ayudante. “Me llamó y me dijo que lo sentía, pero que era como para un estudiante de física ir a Stanford o al MIT”, le contó Quintana al periodista Alejandro Gaitán.
Así que su último partido como profesional fue en España. Antes, en 2005, había debutado con la selección de Nigeria y ganó una medalla de bronce en un campeonato de África. Al año siguiente, en 2006, llegó hasta los octavos de final del Mundial de Japón, y Nigeria perdió ante Alemania después de que Dirk Nowitzki taponara el último lanzamiento de Udoka.
El joven técnico pasó siete temporadas al lado de Popovich. Luego cambió, también como asistente, a los banquillos de Philadelphia y Brooklyn. Aún así, cuando llegó el verano, Popovich se lo llevó con él al Mundial de 2019 y a los Juegos de Tokio 2020.
Ahí aprendió la importancia de estar bien rodeado y lo primero que hizo al llegar a Boston fue pedir asistentes con los que mejorar a sus jugadores. Así fue como llegó a la franquicia del trébol gente como Will Hardy, que había pasado once años con Popovich -y los siete en los que también estuvo Udoka, además de la selección-, Damon Stoudamire, que llegó a ser elegido en 2019 entrenador del año de la costa Oeste con la californiana Universidad del Pacífico, un exjugador que debutó en la NBA como Rookie del año y que completó trece temporadas en la élite, o Ben Sullivan, conocido como el gurú de los lanzamientos, como demostró con Antetokounmpo en los Bucks. Así lograron que Marcus Smart, por ejemplo, fuera elegido mejor defensor del año, algo que no sucedía en Boston desde que Gary Payton recibiera ese galardón en 1996. El equipo fue haciéndose cada vez más rocoso y hoy los exuberantes Golden State Warriors están estrujándose la cabeza para combatir esa defensa que les ha tumbado dos veces en tres partidos de las finales de la NBA. El sello de Ime Udoka.