VALÈNCIA. Seguro que os ha pasado alguna vez que, en vuestro trabajo, el dueño de la empresa os coloca como jefe a un enchufado o familiar suyo. Antes ha despedido al jefe que tenías antes, un tipo que había logrado, con el paso del tiempo, formar un grupo unido que luchaba por sacar adelante los objetivos laborales del año. El nuevo, por su condición de enchufado o familiar del propietario, os inspira desconfianza, desazón, es un tipo del que solo apreciáis sus dudosos méritos adquiridos por la relación con el amo, no por sus conocimientos o sus habilidades para gestionar un grupo de personas, los cuales desconocéis si los posee.
Puede ocurrir que el nuevo jefe, pese a sus antecedentes, resulte ser un buen tipo, un hombre tranquilo, dialogante, que no impone sus ideas sino que las comparte con el grupo, que busca el mismo objetivo laboral que el anterior pero por otros métodos. Al final, ese nuevo jefe se hace con el grupo e incluso le saca más rendimiento en el trabajo diario que el anterior, porque sus métodos resultan ser más novedosos, más modernos. Y todo vuelve a funcionar sin que os deis cuenta.
Pues más o menos eso es lo que ha ocurrido este otoño en el Valencia. Cuando el 11-S Lim atacó las torres gemelas, quiero decir, la doble M, el valencianismo temió lo peor. Se vislumbraba un futuro tan negro como el de hace tres temporadas, un retorno al oscuro pasado en toda regla. Muchos rezábamos para que Voro dejara su plácida vida en los despachos y rescatara a un equipo que intuíamos que iba a ir a la deriva. El empecinamiento en el error por parte de la propiedad parecía llevar al Valencia al abismo. Celades, el Prandelli de hace tres años, parecía cualquier cosa menos el hombre idóneo para continuar el proyecto de Marcelino y los jugadores daban la sensación de estar deseando que se abriera el mercado de invierno para no verse arrastrados al fango.
Quizás fueran temores apocalípticos, pero el pasado era contundente. Salvo Nuno, todos los entrenadores elegidos por la propiedad asiática para conducir el proyecto deportivo habían resultado un desastre. Alguno, incluso, una tomadura de pelo. Celades tenía pinta de ser un nuevo Aiestarán, un técnico al que el traje de primer entrenador le vino grande, o un nuevo Prandelli, el entrenador que se equivocó de enemigo cuando apuntó a la plantilla. Celades, además, proponía tácticamente un fútbol construido desde el ataque, en las antípodas del ideario de Marcelino y la historia nos dice que siempre que un entrenador de ataque reemplazó a uno defensivo acabó por estropear el invento. Pensad en Luis y Valdano, en Quique y Koeman, en Espárrago y Hiddink.
Contra todo pronóstico, Celades se ha revelado como un entrenador capaz de gobernar la plantilla, un aspecto fundamental para crear un equipo ganador, de adaptarse a las necesidades del grupo y de gestionar los egos en favor del colectivo. Ya sé que esta última frase parece sacada de un manual de psicología deportiva, pero esto se traduce en que hemos visto cómo Wass ha pasado a ser una garantía en cualquier puesto cuando hace unos meses era un recurso inevitable, cómo han crecido Ferran Torres y Carlos Soler, cómo ha hurgado en el cerebro de Gabriel para que se crea que es Chuck Norris o cómo ha mantenido los galones de un Parejo que sigue siendo la prolongación de la figura del míster en el terreno de juego.
Y lo ha hecho desde la calma, desde la tranquilidad. Desde sus comparecencias públicas hasta su comportamiento en la grada, Celades es un hombre tranquilo, aburrido como Cúper, adusto como Espárrago. Irse de fiesta con Celades puede ser una tortura similar a llevarte a la ópera a un concursante de 'Mujeres y Hombres y Viceversa', pero si nos hace mantener la ilusión la fiesta la llevaremos por dentro.