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la cantina

El maratón siempre gana

9/12/2022 - 

VALÈNCIA. El domingo fue una sacudida de emociones. De todo tipo. Y las emociones, con la edad, son cada vez más escasas. Para mí esa es la gran pérdida en cuanto entras en la pendiente de la vida. Más allá de achaques, cabelleras blancas y palabras que se esconden, lo que más te roba la edad es la ilusión. Qué lejos quedan aquellas noches casi en vela porque al día siguiente tenías una excursión con el colegio. O la magia que llenaba la casa el día de Reyes. O la adrenalina por cada partido de baloncesto. Ya no quedan en el calendario días así. Nos hacemos más contenidos y hemos vivido tanto que, al final, casi nada nos agita.

Pero a mí el maratón me sigue emocionando. Y no hay día en el año que me cueste menos madrugar. Suena el despertador antes de las seis de la mañana y yo salgo de la cama de un salto. Y no voy a correr, ojo: solo voy a ver la carrera y a contarla. Me siento muy privilegiado por formar parte, de manera minúscula, de este maratón que me enamoró de niño, cuando salía a la calle a dejarme los ojos en busca de mi tío, uno de esos locos que ya corrían en los 80.

Pero lo del domingo, ay lo del domingo, eso fue algo que no creo que olvide jamás. Fue una mañana triunfal, apoteósica, en la que casi todo salió bien. Un chico de 23 años, Kelvin Kiptum, corrió con el descaro de un chico de 23 años. No le importó estar al lado del campeón del mundo y, en una segunda mitad fastuosa, con un tiempo asombroso de 60:15, se convirtió en el tercer hombre de la historia que cruza la meta de un maratón en menos de dos horas y dos minutos (2h01:53). Kiptum derribó el temido muro de una patada: el keniano hizo el tramo del kilómetro 30 al 40 en 28:08. ¿Qué significa eso? Pues a lo largo de la historia, en España, solo cinco atletas han corrido un 10K en menos de 28:08.

Kiptum llegó como un novato y a partir de esta carrera cada vez que se ponga un dorsal le preguntarán si se ve capaz de batir el récord del mundo de Eliud Kipchoge. Porque el mejor debutante de la historia se quedó a menos de un minuto de la plusmarca mundial (a 44 segundos exactamente) y ya solo tiene por delante en el ranking de todos los tiempos a dos leyendas del deporte como Kipchoge y Kenenisa Bekele. El plusmarquista ha anunciado que en 2023 correrá en Boston, así que los otros ‘majors’ se lanzarán con una bolsa llena de dólares para seducir a Kiptum y acto seguido anunciarán que el próximo récord del mundo puede ser suyo.

Más sorprendente aún fue la carrera femenina. Se escribió y se habló muchísimo sobre qué podía hacer Letesenbet Gidey, la fantástica corredora etíope que en los dos otoños anteriores había venido a València y había batido un récord del mundo en cada visita (el de 5.000 en 2020 y el de medio maratón en 2021), en su debut en el maratón. Los mayores expertos del mundo elucubraron sobre la posibilidad de que bajara de 2h13, de 2h12 y hasta hubo quien auguró que podía correr en menos de 2h11. Eso sí, todo el mundo daba por hecho que bajaría de 2h14, que el récord del mundo era casi un trámite para una atleta que había hecho una media en 1h02:52.

Su entrenador, Hayle Eyasu, coincidió en el vuelo de Frankfurt a València con el periodista Jonathan Gault y le confesó, en una entrevista a ‘Let’s Run’ que, en el futuro, Gidey sería capaz de correr en 2h09. Que ella, la etíope, sería la primera mujer de la historia en correr un maratón en menos de dos horas y diez minutos. Yo creo que puede tener razón, pero también creo que todos nos precipitamos y olvidamos un dato irrebatible: el maratón es otra cosa.

Dos horas y diecisiete minutos después de la salida, Hayle Eyasu lloraba como un niño. Valentjin Trouw, su manager, estaba descolocado, casi apesadumbrado. Y ella, Let, la atleta imperial que no desmadejó su fabulosa zancada ni cuando sucumbió en los kilómetros más críticos, arrastraba una cara de pena, de tristeza, que partía el corazón. Aceptó la derrota y no quiso ni deslizar la excusa de que un mal cálculo hubiera hecho que corriera con el periodo. Se marchó tristona pero seguro que hoy ya mastica su venganza.

Pero su derrota, que no fue tal porque al menos se convirtió en la mejor debutante de la historia, fue una victoria para el atletismo, para el maratón, que demostró que, afortunadamente, 2+2 no siempre son 4.

El maratón, como la montaña, siempre gana. Lo dicen los montañeros, que a la montaña jamás puedes perderle el respeto, porque como un día se despierte enfurecida te aplasta. El maratón es igual. Ya puedes ser la gran Gidey o el gran Kipchoge, da igual, el maratón siempre tendrá un día que te pondrá en tu sitio. Lo vivió Kipchoge en Londres en 2020 y lo sufrió Gidey en su debut en València en este domingo de pasión.

Nadie esperaba que una mujer corriera a su lado. Por eso todos nos extrañamos cuando vimos que avanzaba la carrera y ahí seguía, imperturbable, Amane Beriso. Por eso los aficionados menos informados no entendieron que cuando se fue por delante, las liebres se quedaran con Gidey y no ayudaran a Beriso a intentar batir el récord del mundo. Pero las liebres eran de la campeona del mundo de 10.000. Ella las pagó y con ella se quedaron. La organización, como nadie había anunciado la temeridad de acompañar a Gidey, tomó la decisión de poner a las liebres oficiales en un segundo grupo con mujeres que pensaban correr a un ritmo más cabal.

Beriso no logró el récord del mundo, pero se colocó, como Kiptum, en la tercera posición del ranking mundial de todos los tiempos. Nadie se podía creer que hubiera corrido en 2h14:58. Ni siquiera su representante, la valenciana Mónica Pont, que estaba en la meta con la boca abierta, todavía incrédula ante lo que acababa de presenciar.

Y luego estuvieron los españoles, que proporcionaron más emoción aún. A Tariku Novales no lo vimos entrar en la meta porque la producción televisiva -otra vez horrorosa- se dedicó a enfocar a Ayad Landassem, que fue el segundo. Pero Tariku está “puto loco”, como le gritó, desgañitándose, el alicantino Andreu Blanes mientras corría a su lado animando a su compañero -ambos entrenan con Juan del Campo y Luis Martín Berlanas- en el kilómetro 41. Este chico adoptado por una familia gallega estuvo el domingo anterior tomando unas cervezas mientras veía el fútbol con unos amigos porque pensaba que estaba lesionado y no iba a poder correr en València. Pero le hicieron una resonancia y le dijeron que tenía alguna opción. Y Tariku, que está “puto loco”, pero además es muy bueno, se cascó un maratón a tres minutos el kilómetro.

Pero ninguno me emocionó como Marta Galimany. A Marta la pude entrevistar a principios de año para la revista ‘Corredor’ y ahí descubrí a una mujer que vive el atletismo con una vocación admirable. Marta era jugadora de baloncesto de niña y cuando se fue a la gran ciudad a estudiar Ciencias Ambientales en la Universitat de Barcelona dejó de hacer ejercicio. Con 19 años se dio cuenta de que estaba engordando y habló con sus amigas para ver si hacían algo. Durante unos días sopesaron apuntarse a ‘aquagym’ y si aquella idea hubiera triunfado es posible que hoy siguiera vigente el récord de España (2h26:51) que logró Ana Isabel Alonso en el maratón de San Sebastián de 1995. Pero se lo pensaron mejor y acabaron haciendo atletismo.

Cuando Galimany regresó a Valls le pidió a su novio, Jordi Toda, que era un apasionado del atletismo, que la entrenara. El chico le dijo que no. Ella insistió; él resistió. Pero Marta le acabó convenciendo y Jordi, novio aplicado, se cruzaba España en AVE para sacarse el título de entrenador de club en Jaén y, más adelante, el de Entrenador Nacional en Madrid. Que viva el amor.

Lo bonito de esta historia es que los dos partieron de cero y juntos, confiando el uno en el otro, han llegado hasta este récord de España (2h26:14). Jordi no paraba de estudiar y cada vez que había una concentración se acercaba, humilde y agradecido, a los sabios de la distancia y les hacía preguntas para seguir mejorando, para seguir aprendiendo. Luego aplicaba sus conocimientos con Marta. Y a veces acertaba y a veces no. Pero fueron mejorando y, aunque ella tenía prisa, el entrenador le impuso una obligación, bajar de los 34 minutos en 10 kilómetros, o no subirían de distancia.

Luego descubrieron Font Romeu, en la altitud de Pirineos, y el paraíso de caminos que rodean al lago Matemale. Ahí han preparado los últimos maratones, Marta se acostumbró entonces al horario francés: madrugar, comer y cenar pronto, y acostarse temprano. Y ahí prepararon sus ataque al récord de España. Lo intentó, y falló, en Valencia. Lo volvió a intentar, y volvió a fallar, en Sevilla. Pero a la tercera dio en la diana. Y lo hizo con su liebre de siempre, claro, Roger Roca, el hombre que le marca el paso y que piensa por ella, ahora aprieto, ahora aflojo, para que Galimany no tenga que tomar decisiones, solo hacer una cosa: correr tras él.

Cuando vimos bajar a Marta por la rampa que conduce a la pasarela azul, miré el cronómetro y entendí que había llegado el día. Y entonces me acordé de todas las maratonianas españolas que lo habían intentado y habían fracasado. Y me acordé de aquella entrevista en la que ella, tarraconense como yo, me habló de Valls, su pueblo, de su tradición castellera, de la afición por los calçots y del campanario que, dicen, es el más alto de Cataluña. Y entonces, en plena retransmisión por À Punt, pudoroso, me tiré hacia atrás para esconder mi emoción, por vergüenza a mostrar mis lágrimas, cuando tendría que haber sido al contrario, tendría que haberme sentido orgulloso de que el atletismo, el maratón, Marta y Jordi, que encarnan el espíritu feroz del maratón, aún fueran capaces de sacar de mí la emoción, de hacerme vibrar. Y así, con la felicidad por Galimany y la pena por Gidey, porque la vida es alegría y tristeza, todo cabe, sentirme tan inmensamente vivo como un niño.

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