VALÈNCIA. La euforia alimenta la amnesia, borra los malos recuerdos, sepulta la tristeza y elimina de la mente lo dañino. Es muy traicionera, porque nos evade de la realidad, nos eleva el ánimo hasta un estadio en el que olvidamos que en el pasado fuimos vilipendiados. Le ocurre a la gente que sufre malos tratos, que, cegada por unos instantes de alegría, ni siquiera mira sus heridas ni repara en sus agravios. Le pasa a los prisioneros en un día de libertad que, deslumbrados por una jornada sin compromisos, olvidan incluso que llevan grilletes en los tobillos o las muñecas. Y nos pasa a los valencianistas al ver a nuestro equipo en lo más alto, que preferimos no recordar el precio que nos ha costado llegar allí y lo frágil que es el trono. Nos ha pasado siempre, con presidentes zoquetes, nos bastaba ver al equipo luchando con los grandes en las posiciones punteras para sacar pecho y considerar nimiedades el gasto desmedido, las comisiones o la ruina económica del club. Nos bastaba ver a Romário hinchándose a meter goles, con la anuencia de Hiddink, en un partido de broma para pedir la cabeza de un presidente que nunca quiso hipotecar el club por un capricho pasajero.
Nos sigue pasando. Nos pasa ahora, que miramos la tabla de primera división y pensamos que el tiempo se detuvo hace 17 años porque el Valencia está ahí arriba, tiene un entrenador que sabe de qué va esto y unos jugadores comprometidos por la causa. Soñamos con vencer en muchos partidos, con meternos en Europa y, oye, por qué no, con pelear por algún título, con volver a sentirnos orgullosos en los bares con nuestros amigos culés o madridistas, con decirles que les vamos a ganar y pensar que puede ser posible. Ahora miramos el calendario que nos espera y sabemos que podemos ganarle a cualquiera, que un empate es un premio mínimo dado nuestro potencial, que suerte ha tenido el PSG de que el Valencia no se clasificara para la Champions.
Ese estado de entusiasmo futbolero nos ha hecho olvidar cómo hemos llegado hasta aquí, cómo una situación que debería de haber sido normal se ha convertido en excepcional y por ello nos dispara el optimismo. Nos hemos olvidado de que ese mismo club cuyo primer equipo ahora comanda La Liga, levanta admiración por su juego, sus goles y su consistencia defensiva está gobernado por unos señores que llevan siete años esquilmando una propiedad que heredaron con deudas y a la que han conducido al borde de la ruina. Nos hemos olvidado de que, si no se hubiera extendido la pandemia del coronavirus, más de la mitad de los futbolistas que componen esa alineación que empezamos a sabernos de memoria -en un signo espléndido de que puede convertirse en mítica- estarían jugando en otros equipos porque los habrían regalado o vendido a precio de saldo, como hicieron con Kondogbia, Ferran Torres, Alcácer, Parejo, Coquelin, Kang In Lee y tantos otros. Nos hemos olvidado de que nuestro director deportivo es un señor de Singapur que confiesa que hace diez años no tenía ni pajolera idea de fútbol, que ha demostrado que sigue sin tenerla y que su único palmarés son las copas que se toma en el Bar La Deportiva. Nos hemos olvidado de que ni siquiera podemos interactuar con el club al que amamos porque los fascistas que lo gobiernan censuran en las redes los comentarios de quienes no piensan como ellos, de que hay periodistas “revoltosos” que no pueden entrar en Mestalla o a los que persiguen, no facilitan su trabajo o presionan ante sus jefes para que los echen de sus empresas. Nos hemos olvidado de que esos tipos siguen sin cumplir su promesa de construir un campo nuevo y, para colmo, le echan la culpa de su inutilidad e inacción al ayuntamiento de Valencia y a la sociedad valenciana.
Puede que este año haya más felicidad que tristeza entre el valencianismo, que el liderazgo de Bordalás nos ayude a recuperar la autoestima y, ojalá, que ganemos algún título o nos llevemos una alegría en forma de clasificación para una competición europea el año próximo, pero yo no olvido que esta situación ya la vivimos hace solo dos años y los señores de Singapur se encargaron, caprichosamente, de destrozarla sin dar explicación alguna.