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análisis | la cantina 

El orgullo del Valencia Basket como seña de identidad

20/05/2022 - 

VALÈNCIA. Vencido el segundo partido de la final, el último del curso, apoyadas sobre una valla publicitaria en una esquina del banquillo, Queralt Casas y Cris Ouviña charlaban como dos amigas que se han salido a la puerta de un garito a fumarse un pitillo. La escolta le pasaba el brazo por encima de los hombros a la base mientras Víctor Luengo estaba por allí diciendo no se sabe qué. La escolta y la base, pilares de este Valencia Basket del presente y del futuro gracias a sus nuevos contratos, observaban abatidas cómo, en el centro de la cancha de la Fonteta, las jugadoras del Perfumerías Avenida, el justo campeón de la Liga, recogían sus trofeos felices y eufóricas. Segundos después la grada abucheaba a Roberto Íñiguez, el mejor entrenador de Europa, que agarraba su segundo trofeo del año en València, donde jugó y entrenó durante años, y donde tiene su casa y una legión de ‘haters’. Roberto nunca se ha callado lo que piensa y eso, además de convertirle en alguien con un discurso interesante, le hace muy impopular fuera de Salamanca.

Y como en todas las finales, la felicidad de unas contrastaba con la tristeza de otras. Lorena Segura lloraba. Anna Gómez miraba risueña y con los ojos rojos hacia la grada donde seguía ondeando una enorme bandera naranja con su nombre y lo que se suponía era el rostro de la capitana, que acababa de disputar su último partido con la camiseta taronja después de
cuatro temporadas. Y Celeste Trahan-Davis, que había mantenido a flote al equipo cuando parecía que empezaba a zozobrar, abrazaba una por una a todas sus compañeras porque estaba a punto de anunciar que se retiraba del baloncesto. La californiana, que no había tenido un ejercicio especialmente brillante, emergía en los play-off y se pinchaba una y otra vez para resistir físicamente en sus últimos minutos como jugadora del Valencia Basket.

El público, mientras tanto, seguía en su sitio, sin moverse de allí, de pie, fiel, aplaudiendo cada gesto emotivo que detectaba sobre el parqué. Unos insultaban a Roberto Íñiguez, otros insultaban a los árbitros -como si la diferencia entre los dos equipos no hubiera quedado clara después de cuarenta minutos-, y otros, quizá los más inteligentes, simplemente posponían su marcha porque querían demostrarle a las jugadoras y a los entrenadores que ellos estaban satisfechos, que ellos habían visto que esta plantilla, una vez más, había dado una lección de amor propio. Porque cuando parecía que el Perfumerías Avenida iba a pasar como una apisonadora por encima del Valencia Basket, se fajaron para no rendirse. Y llegaron entonces los tiros de media distancia de Celeste, y los más lejanos de Bec Allen -Cooper, que estaba vomitando en el banquillo en el último cuarto, le suplicó a Íñiguez que la volviera a poner en la cancha para frenar a la australiana-, Cris Ouviña, que ha tirado del carro durante las semanas en las que faltaron tantas compañeras y que llegaba exhausta a la recta final, hacía un último esfuerzo por penetrar a canasta y generar situaciones de ventaja, y Queralt le ponía mil trampas a Cooper intentando lo imposible, que no anotara…

Y así, el equipo, que realmente no dio sensación en ningún momento, pese a las estrechuras en el marcador, de inquietar a las de Salamanca, mantuvo al menos la emoción y, más que eso, su dignidad, que siempre permanece intacta porque posee un orgullo que es su santo y seña.

Por eso me parece tan bien que se haya renovado a Queralt Casas, la mujer que eleva siempre el nivel defensivo y que contagia al resto con su carácter. Sin ella, aunque le duela a sus críticos, que también los tiene, no hubieran llegado hasta la final. Y se percibe un eje nacional junto a Ouviña, Raquel Carrera y la recién fichada Alba Torrens, que ya no es esa jugadora tan exuberante de hace unos pocos años, pero que tiene mucho oficio todavía. Con la marcha de Celeste y Laura Gil cabe esperar otra pívot y, por fuera, a una anotadora del corte de Cooper o de Rebekah Gardner.

Porque hace falta también aire fresco. Este bloque, que tan unido e inquebrantable se mostró la pasada temporada, ha empezado a agrietarse en esta. Y eso, unido a las numerosas bajas y a la decisión del club de no fichar a nadie más que a la valenciana Itziar Germán -que acabó siendo un buen refuerzo por su conocimiento del juego-, ha hecho que el año haya sido muy largo y, por momentos, muy incómodo.

Muchos no se han enterado. Muy probablemente porque Rubén Burgos es, además de un gran entrenador, el hombre ideal para este puesto en un club tan particular como el valenciano. Él no se ve con muchos más galones que cualquier otro empleado de la entidad, y eso lo hace todo muy fácil. Para eso hay que tener el ego muy controlado y lo de Rubén es inusual en el deporte profesional.

El Valencia Basket espera entrar definitivamente en la Euroliga, pero no se intuye un espaldarazo económico demasiado llamativo como recompensa. Claudia Contell, Awa Fam y cualquier otra que pueda asomar la cabeza desde l’Alqueria seguirán teniendo su protagonismo. Así lo quiere el mecenas y no sé si conviene perder mucho tiempo en lamentarse. La otra alternativa es que uno de los tres cargos, Rubén Burgos, Esteban Albert o Enric Carbonell, le planten cara al jefe. Y no tiene pinta, la verdad…

La mejor noticia es que seis mil personas entraron en la Fonteta el último partido. Creo que el nuevo proyecto debe tener esa masa social como punto de partida y, como mínimo, como punto de llegada. Hay que fidelizar a esa gente y no es imposible: muchos de ellos ya saben que estas jugadoras jamás se rinden. El Valencia Basket es un equipo del que es fácil sentirse orgulloso, y eso no se puede perder: es su principal virtud.

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