VALÈNCIA. Permitidme que todavía no pase página y siga hablando del pasado, pero creo que es necesario para saber dónde nos encontramos, para entender la realidad del Levante en estos días sin fútbol que no han menguado la sensación de imprevisibilidad y para comprender los efectos de hacer las cosas mal y tarde. Seguro que me diréis que ahora es muy fácil afirmar que se tensó la cuerda en exceso y se tuvo que hacer todo lo posible (por unos y otros) para llegar a un acuerdo y así haber puesto fin al ciclo de Paco antes de comenzar la temporada, como merecía, sin ese caldo de cultivo que se había propagado de una manera descontrolada y, deportivamente, sin la mitad de esos 16 últimos partidos oficiales sin conocer la victoria: desde el 10 de abril en Ipurua. Un final que no debe enturbiar el legado de un entrenador que quedará para siempre. Una huella eterna.
Me he arrepentido muchas veces de no haber afirmado con rotundidad en estas líneas que comenzar con el míster del Silla en el banquillo era perder el tiempo y jornadas. Tampoco era plan vender negativismo desde el principio; pero no porque desconfiara de él (sabéis que he sido y seré Pacolista y muchas veces he tenido que echar el freno hasta tal punto de defender lo que sobre el papel podía parecer indefendible) sino porque el desgaste era irreparable. Pese a todo, aún confiaba en que esta última campaña que reflejaba en su contrato, que estaba seguro de que iba a ser la de su punto y final al frente del equipo de su vida aunque la concluyera con el objetivo en el zurrón, no acabara de una manera tan drástica.
Si ya es difícil que un técnico perdure tanto tiempo en un club, todavía lo es más escribir su epílogo en el momento adecuado y dar con la tecla con el relevo. Que sí, que suena a oportunista, pero los que me conocéis y hemos compartido muchos momentos en clave granota sabéis que sentía que era un riesgo emprender esta temporada bajo los mismos mandos y que, como así ha sucedido, el que saldría peor parado sería Paco López. O quizás no, porque su semblante en la despedida aunaba la emoción y tristeza del que se marchaba de casa, y la tranquilidad del que ahora ya no tendrá que lidiar contra carros y carretas… y con sus errores, que los cometió y hubiera seguido cometiendo. Seguro que por ese levantinismo que corre por sus venas querrá que su adiós sea la solución y que la honda expansiva se frene definitivamente. Lo de “he perdido un trabajo, pero he ganado una vida” de un Quique Sánchez Flores que ahora afronta la tercera etapa en el banquillo del Getafe, el próximo rival, que oficializó el relevo de Míchel horas después de la ejecución de su homólogo en Orriols y a la luz del día, y que lleva unos entrenamientos de ventaja con los granotas por los exigentes protocolos sanitarios en China que han marcado el aterrizaje de Javi Pereira.
Me voy a apropiar de un argumento en una reflexión de mi amigo Dani Hermosilla de hace unos días en La pròrroga d’Esports À Punt. Lo de que la pandemia le ha arrebatado a Quico Catalán el olfato de esa buena gestión que siempre ha presumido. Un desastre mundial que nos pilló a todos (cada uno en su vertiente) con el pie cambiado y que nos obligó a reaccionar y reciclarnos. Ahí considero que radica el principal problema: el no haber sabido vislumbrar las carencias que había que corregir para no tropezar en la misma piedra y evolucionar a partir de unas bases sólidas que se están resquebrajando sin remedio; en subsanar esas necesidades y reparar esas evidentes grietas del proyecto para seguir creciendo en la máxima categoría. Pero se cayó en la relajación, en fiarlo casi todo a la suerte y a la aparición de LaLiga y el fondo CVC para evitar un sonrojo mayor, en un discurso público con un grado de autocrítica bastante discutible y una exigencia mínima. Hay más voces que las que transitan día a día en las oficinas del Ciutat y a las que hay que escuchar. Es una torpeza encerrarse en una burbuja de oscurantismo y escaso aperturismo. Es triste pensar que el concepto familia, ese por el que nos enorgullecíamos tanto los granotas, haya perdido adeptos a toda pastilla.
Después de la destitución de Paco, el primer paso es curar esa profunda herida, es reparar ese distanciamiento con el que sufre en su butaca del estadio, ya sin limitación de aforo, o por la televisión, que entiendo que en muchos momentos haya dado más ganas de apagarla que de seguir prestando atención. Costará, pero es imprescindible. Porque si no se camina de la mano, mal vamos. Porque esto va mucho más allá de ganar dos o tres partidos seguidos de inmediato, aunque está claro que cambiaría el estado de ánimo de un ambiente en combustión. Hay tiempo y pediría un ejercicio de paciencia, aunque sé que cuesta y comprendería perfectamente que no haya tregua cuando el balón vuelva a rodar en un partido de una necesidad máxima quedando un porrón de jornadas más por disputarse.
Y en este escenario aparece Javier Pereira para frenar la deriva, y salvar la temporada con una permanencia que sirva para limpiar esos trapos sucios de puertas para dentro que los números en este inicio de temporada han tapado. Que ha desaparecido la coraza de Paco López y ahora están todos expuestos. Le voy a dar un voto de confianza al técnico extremeño hasta que me demuestre lo contrario. Está claro que al aficionado no le motiva su nombre por su inexperiencia en el fútbol español como primer espada. Basta echar un vistazo a las redes sociales que echan humo, entre otras cosas porque el legado de Paco es de tal magnitud que ha sorprendido que se vuelva al pasado, al que fuera el segundo de Juan Ignacio para afrontar un cambio de rumbo necesario, por encima de otros nombres más habituados a acometer estos retos. Hasta hubo jugadores (y empleados) que se preguntaron que quién era este entrenador.
Pero sobre todo las dudas del levantinismo vienen porque chirría sobremanera que su incorporación no fuera de inmediato para así emprender la reconstrucción sin tiempo que perder. Me da igual que sea fulanito o menganito, pero es incomprensible este retraso y cada día de interinidad (o bajo la batuta de los miembros del cuerpo técnico que ya están en Buñol) es un disparo al pie, aunque el discurso oficial sea que no había otra salida que esperar para contar con Pereira. El argumento de que desde la distancia se han empezado a trazar las líneas maestras para que los futbolistas empiecen a conocer el nuevo método no hace más que agudizar esa percepción de improvisación. Y no entro a pellizco en si había un quórum total en el área deportiva (os lo podéis imaginar) o en la realidad económica que ya es de sobra conocida y también ha tenido que ver en la elección.
El que no tiene la culpa de este ambiente de inestabilidad es el propio Pereira, que sabe que está ante la oportunidad de su vida y que ha aceptado un reto con demasiados obstáculos que deberá derribar. ¿La suya es una elección para construir una nueva era a su alrededor o una solución para cumplir el expediente y luego ya veremos cuando acabe la temporada? Este Levante que hace mucho tiempo perdió la austeridad que le había caracterizado está al límite, en el alambre, está jugando con fuego y con riesgo a quemarse. Por favor, recuperemos la sensatez. Es un sinsentido pensar más allá del partido del sábado ante el Getafe de Quique. Un descenso sería dramático para la estabilidad del club y el desarrollo de los proyectos que se están acometiendo y están en camino. No queda otra que aferrarse a la elección de Javi Pereira, al recuerdo de aquel EuroLevante como escudero de JIM, a la revolución que emprendió en China para resucitar a un equipo muerto. Hay que tener un plan y guste o no, esta es la apuesta.