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obituario / OPINIÓN

El pilotari del pueblo

31/07/2021 - 

VALÈNCIA. Durante años, no sé muy bien por qué, me imaginaba el día que me tocara escribir la necrológica del Genovés. Sé que es raro, y hasta siniestro, pero esa es la verdad. Imagino que sería porque ha sido el mayor genio que he conocido en mi vida y suponía que el día que tocara ponerse a la faena sería tan triste como difícil. Hace unos meses, como por un presentimiento, me guardé la información con mil anécdotas sobre él que compartió el periodista Paco Durá y que hoy, vencido por la emoción, veo totalmente inútil. Porque, aunque ya había dejado de vivir el día a día del trinquete, seguía obsesionado con su necrológica, pero hoy, con los ojos húmedos, me tiemblan las manos mientras escribo porque no me lo termino de creer.

Ha llegado el día. El maldito día.

La muerte no pide turno y, aunque le habían ingresado hace dos o tres días tras recaer del cáncer, a la mayoría nos pilló a traición. El jueves estuvo viendo la partida en Guadassuar. Pero estaba flojo y se fue en unas horas. Hoy lloran en todos los pueblos de la Comunitat, pues fue de ellos y de nadie más. No fue Paco una figura mediática de ir invitado al palco VIP de Mestalla ni de aparecer en las galas de televisión. Él fue el pilotari del pueblo.

Que el árbol de los títulos no impida ver el bosque. Paco Cabanes ha sido muchísimo más que un puñado de títulos y trofeos. No hay que perder un segundo con eso. Eso es ‘ferralla’ al lado de su colosal paso por los trinquetes, donde jugó con las prohibiciones más insospechadas porque durante lustros no había quien le plantara cara en igualdad de condiciones. Le prohibían jugar de volea, o de ‘bot de braç’ o solo le dejaban usar una mano. Lo que fuera para nivelar el duelo y que alguien osara apostar en su contra. Porque era una fuerza de la naturaleza. Me contó Grau hace años que el primer día que le vio sin camiseta en el vestuario se quedó con la boca abierta. Era un portento.

Tampoco importa si fue el mejor o si el Rovellet, el elegante Rovellet de la calle Pelayo, fue mejor que él. ¿Qué importa eso ahora? Los genios están por encima de eso. Lo que es irrebatible es que ha sido el pilotari con más carisma que ha pisado jamás las losas de un trinquete.

El día del mítico y tórrido duelo contra Álvaro en la final del Individual, aquel verano del 95, cuando, con la partida prácticamente perdida, se creó una especie de magia indescriptible dentro del trinquete de Sagunt, con el público desgañitándose al grito de “¡Paco, Paco, Paco!”, que le impulsó hacia una remontada antológica del hombretón de cuarenta años, ese día, después de lanzar la camiseta roja al aire y recoger el trofeo, se fue al vestuario, se sentó y se tiró más de media hora estrechando la mano de los aficionados. La gente que había viajado desde pueblos de todos los rincones de la Comunitat para verle jugar, no pensaba marcharse de allí sin felicitar al mito. Yo, que aún era un tierno periodista de 25 años, me senté a su lado para hacerle preguntas y lo único que pude hacer fue callarme la boca para contemplar a ancianos de 80 años, con las manos como piedras de trabajar la tierra, que hacían cola a la entrada del vestuario para pasar, llorando como niños, y pedirle un abrazo.

Luego vino la retirada y aquel divertido fin de semana en Barcelona, donde vivía su buen amigo Bene Vijuescas, que le organizó, con ayuda de ‘Els amics del Genovés’, una partida de despedida en un frontón de la Vall d’Hebrón. El periódico me envió a cubrirlo y ahí empecé a hacerme un hueco en la gran familia de la pilota que se formó a su alrededor con Fredi, Alcina, Tati… La víspera de la partida, al ver que estaba demasiado nervioso y que insistía en irse de parranda con los demás, se vieron obligados a encerrarlo en la habitación. Era pura dinamita y solo sabía vivir el momento.

En ese primer viaje me recibió con una mezcla de cortesía y desconfianza. Imagino que temió, temieron, que contara demasiado, pero mi silencio fue suficiente para que, desde entonces, siempre me recibiera, me recibieran, como a uno más. Y entonces vinieron los viajes a París, de visita a la Casa de Valencia en la ciudad de la luz, para celebrar el 9 d’Octubre. O las giras por medio mundo, pagadas por José Luis López, para descubrir todas las variantes que existen del juego de pelota a mano. Ahí conocí a la persona. Y entonces, antes de irnos a cenar, bajaba a la barra del bar del hotel y, al verme allí, me pedía ayuda para pedir, en inglés, un vaso de Ricard con hielo. Luego se sentaba a mi lado, se encendía un Marlboro y me contaba lo primero que se le ocurría. A veces se quedaba callado y, con una sonrisa bajo esa narizota que parecía de payaso, me observaba con curiosidad, creo que sorprendido porque detrás de ese periodista tímido y callado había alguien capaz de llamar su atención. Al acabar, cogía esas manos que tenía como hogazas de pan, te masajeaba el trapecio, se despedía y se marchaba con esos pies que movía como si llevara puestas unas aletas de bucear.

Era un tipo muy noble, extremadamente noble, que te quería y te lo demostraba a su manera. Y por eso todos le adoraban. Todos querían estar siempre a su lado. Una de las cosas que más me llamó la atención al principio es que, aunque ya estuviera retirado, entraba en el bar del trinquete y todo el mundo estiraba el cuello para verle. Jamás perdió el morbo. Cuando cruzaba entre las mesas y la banquetas, todos estiraban la mano para darle una palmada en el lomo, como si fuera la mismísima Mare de Déu del Desamparats.

Vivió la vida con intensidad. Es de esas personas que tienes la certeza de que se marchan con el saldo a favor. Fue un sibarita. Le gustaba comer bien y beber bien. Y sus gustos musicales iban de  Serrat y Raimon a los Rolling Stones. Si querías ganártelo, no había mejor forma que regalándole un disco de los Stones. Pero los tenía todos, así que sus amigos solo tenían la opción de encontrar una rareza, una edición limitada firmada por Mick Jagger o algo así.

Su vida no se entiende tampoco sin María Luisa, la mujer que sostuvo la familia mientras él iba de pueblo en pueblo, y sus dos hijos. Uno de ellos, Jose, supo que quería ser pilotari ese día de la mítica final contra Álvaro en la que, siendo un niño, lloró viendo un trinquete entero entregado a su padre. Pero nada, absolutamente nada, ni siquiera su familia, pudo competir con el amor de su vida: la pilota de vaqueta. En una entrevista me contó que le gustaría que el día que se muriera le llenaran el ataúd de pelotas. Porque no sabía qué había después, que él suponía que nada más, pero que, por si acaso, por si había otra vida, no quería que le pillara sin una pelota.

Ese fervor por el juego se juntó con esas condiciones hercúleas y así nació la leyenda. Porque Paco fue un pilotari con tal legión de seguidores en los pueblos que, en verano, cuando las fiestas patronales, jugaba dos partidas todos los días. Una por la mañana y otra por la tarde. A veces también una por la noche. Durante esos años ganó un dineral. Tanto que tuteaba a los futbolista del Valencia CF, muchos de ellos admiradores suyos. En aquella época, cuando iba a un restaurante y coincidía con un periodista, llamaba al camarero y le pedía que sacara una botella de champán a la mesa del plumilla.

Durante esos años, en los 80, yo era un chaval que, casualidades de la vida, veraneaba en Genovés. Nunca pisé el trinquete. Cuando llegué a la profesión, el primer año, mi jefe, Vicente Furió, me dijo que me iba a encargar de la pilota. Fue un maravilloso giro de la vida que me permitió acercarme a ese mundo. Muchos años después, había días que iba paseando por el pueblo y de repente paraba un coche a mi lado. Paco bajaba del coche y me daba la mano, esas manos que bruñó Manolo Boix y que hoy todo el mundo puede ver frente a la antigua sucursal de Bankia en la calle Pintor Sorolla. “Miñana, com va?”, soltaba. Y después hacía uno de esos comentarios que costaba entenderle. A veces recordaba alguna vieja anécdota y entonces sus ojos, ese ojos pequeños, brillaban como hacían siempre que estaba feliz. Como esas noches en el barrio Latino al lado de su amigo Gallo mientras dos mexicanos hacían sonar sus guitarrones y todos, jóvenes, ebrios y felices, cantábamos sin vergüenza intentando congelar el momento.

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