VALÈNCIA. En el verano de 2017, después de dos años de experimentos absurdos en su banquillo, por el que pasaron un comentarista deportivo, un preparador físico o el protegido de un agente portugués, el Valencia de Meriton se dio cuenta de que necesitaba un entrenador más o menos normal. Como los ejecutivos de Meriton se convencieron, por fin, de que podrían saber mucho de finanzas, de organización de empresas y de estrategias para optimizar la producción pero no tenían ni idea de fútbol, optaron por dejar la decisión en manos de un profesional de la gestión deportiva. El profesional era el mallorquín Mateu Alemany, nombrado director general del club unos meses antes, quien se puso a trabajar en la contratación de un entrenador que iniciara un proyecto a medio plazo, no subyugado a los habituales vaivenes del fútbol. Tras descartar a Quique Setién, confió la dirección técnica del equipo en Marcelino García Toral.
Marcelino llegó al Valencia con la vitola de entrenador exigente, de esos que exprimen a sus plantillas hasta el límite y, como consecuencia, completan ciclos de dos o tres años. Además, Marcelino era un tipo peculiar: protestón, escasamente proclive a la autocrítica, fiel a sus principios hasta la muerte y con más enemigos que amigos en el fútbol español. Su paso por el Recreativo, el Rácing, el Sevilla o el Villarreal ya había dejado pistas de lo que le esperaba al banquillo del Valencia, un técnico extraordinariamente práctico que generaba odio por su manera de vivir los partidos y de analizarlos a posteriori. Los resultados fueron inmediatos, ya que, en su primer año al frente del equipo, Marcelino logró llevar al Valencia a clasificarse para la Liga de Campeones, un hecho poco frecuente en el lustro anterior. El valencianismo, que es tan dado a la euforia como al desencanto, acogió con satisfacción aquella gesta y solo le faltó sacar a Marcelino en procesión el día del patrón de la ciudad como signo de reconocimiento al entrenador responsable de la resurrección el equipo.
Sin embargo, la segunda temporada, la que está a punto de acabar, ha tenido luces y sombras. Las sombras llegaron al principio de la campaña, con un bucle de empates, la sensación de que el equipo no arrancaba y un capítulo más en la historia reciente del Valencia de técnicos que han estado a un paso de la destitución y han terminado por remontar el vuelo, como ya ocurrió, sin ir más lejos, con Ranieri o Benítez. Las luces aparecieron en forma de clasificación del equipo para la final de la Copa del Rey, 11 años después, para las semifinales de una competición europea, tras cinco temporadas sin acercarse a esa ronda, y con posibilidades, en la última jornada, de repetir un cuarto puesto en la liga que le dé derecho a disputar de nuevo la Liga de Campeones. El balance, pase lo que pase en los dos últimos partidos de la temporada, es espléndido, teniendo en cuenta los antecedentes del club en esta década. Pero la tradicional mezcla de inconformismo y ambición irreal ha provocado que la afición valencianista comience a cuestionarse si Marcelino es el técnico adecuado para el crecimiento que el equipo está experimentando en este bienio.
Probablemente Marcelino no sea el técnico que vuelva a colocar al Valencia en la élite europea y española, el lugar que añoran todos los valencianistas que vieron a su equipo estar a punto de ser campeón de Europa y ganar dos ligas, pero es un eslabón fundamental en la cadena hacia ese objetivo. Como Claudio Ranieri a finales del siglo pasado o Héctor Cúper a comienzos de esta centuria, el papel de Marcelino es el de establecer la base para formar un equipo competitivo que, en unos años, esté luchando por objetivos de mayor enjundia. La paciencia, que es un don del que habitualmente carece la afición ché, es necesaria en momentos como el que vive el Valencia, y Marcelino, guste más o menos, parece el patrón idóneo para gobernar una nave que llegue hasta puertos que, hace solo unos pocos años, ni se podían imaginar. Es, en fin, como esos familiares que tenemos que aguantar aunque nos pongan de los nervios cada Navidad y a los que en el fondo queremos, porque son nuestros y hay que defenderlos de los ataques ajenos hasta el final.